El país de los agrotóxicos

Las imágenes conmueven. La cámara del fotógrafo Pablo Piovano registra la realidad de miles de argentinos en varias provincias del interior. Una realidad oculta bajo la alfombra del dinero de Monsanto y de las corporaciones de agrotóxicos. En este caso, las fotos de Piovano son un recorte de un debate urgente y necesario: ¿Qué intereses defienden aquellos que respaldan la lógica del agronegocio y el extractivismo? ¿Qué país está sembrando Monsanto, en silencio y con los bolsillos llenos?

Por Gustavo Grazioli
Foto: Pablo Piovano

¿Cuáles son los límites de la vida de un ser humano? Esa es la primera pregunta que emerge después de recorrer la muestra que presentó el fotógrafo Pablo Piovano sobre los efectos de los agrotóxicos. La situación de los pueblos fumigados es cada vez más crítica y esta exposición cala muy hondo y va hasta las últimas consecuencias para retratar el padecimiento. Desde la Justicia argentina, lo único que se comenta con respecto a estos casos es que no existen pruebas suficientes. Al parecer, no alcanzan los ejemplos de cáncer o de malfor­maciones.

Piovano se sumerge en un recorri­do que comenzó a profundizar por su cuenta, sin recibir apoyo de ninguna entidad pública o privada. Se lanzó a esta búsqueda para saber qué estaba pasando cuando tuvo sus vacaciones en el matutino para el cual trabaja. Así fue: auto, ruta, cámara en mano y acercamiento con pruebas contun­dentes. Este trabajo le valió premios importantes pero la situación retrata­da, hasta el momento, sigue sin salir a la luz en los espacios mediáticos de mayor alcance.

–¿Dónde surge la idea de este proyecto?

–Principalmente de los datos que llegaban de la red de médicos de pue­blos fumigados, que eran alarmantes. Cifras que estaban replicando sola­mente en medios alternativos y que no estaban en los medios concentra­dos. Si bien era un escenario incier­to, tenía una emergencia sanitaria y salí a ver que estaba sucediendo con toda esa situación. Estamos hablando de casi un 60 por ciento de territo­rio cultivable del país sembrado con transgénicos (semillas genéticamente modificadas), con un cóctel de 370 millones de agroquímicos que en el mundo, por persona, es la cifra más alta del planeta. Una cosa que des­pués responde a una gran cantidad de casos oncológicos y malformaciones.

–¿Cómo se comportó la gente de los pueblos que visitaste para fotografiar?

–Me han abierto las puertas de to­das las casas que visité. Han sido mu­chas, realmente. Antes de llegar reali­cé un par de meses de investigación previa, sobre todo con médicos, y en algunos pueblos hay listados. Son relevamientos que va haciendo cada organización de pueblos fumigados. Estas personas van haciendo infor­mes casa por casa y algunas organi­zaciones tienen ese listado de quiénes son, qué afección tienen y sobre todo la cercanía a zonas de impacto. Zo­nas muchas veces fumigadas desde aviones aeroaplicadores que tienen una deriva de más de 32 kilómetros que no pueden controlar.

–Las madres de los niños que fueron afectados por lo agrotóxicos, ¿qué te llegaron a manifestar acerca del futuro de estos agroquímicos?

–Si este trabajo me dejó ver algo es el amor que existe por un hijo. Eso lo he podido constatar en cada casa. La preocupación mayor de es­tas madres, en verdad, no es cómo van a parar de fumigar sino qué van a hacer con esos niños cuando ellas se mueran. Eso es lo que sucede con esas madres y es lo que me llamó mu­cho la atención. Y es lógico. Más que pensar una lucha conjunta para parar la bronca de los agroquímicos, la pre­ocupación es “qué va a ser de la vida de mi hijo que está en silla de ruedas, qué va a ser de la vida de mi hijo que tiene cáncer en la sangre”. Incluso, porque muchas veces los padres no están y estas madres quedan solas.

Nota completa en la edición 142 de Revista Sudestada