En un mundo ideal, las relaciones sexuales serían un encuentro erótico destinado al mutuo disfrute de los cuerpos, por lo que cada integrante de la pareja tendría plena agencia en la decisión de involucrar su intimidad, su deseo y su tiempo en semejante apasionada actividad.
Por Malena Zabalegui
Sin embargo, no vivimos en un mundo ideal: por razones socio-históricas (es decir, por motivos estrictamente patriarcales y no naturales), las relaciones sexuales humanas se encuentran en gran medida atravesadas por la noción de Poder. Los encuentros íntimos suelen ser actos performativos en los que cada persona representa obedientemente un rol sexual prefijado por el sistema y aprendido y reproducido sin darse cuenta.
Dado que vivimos en una sociedad sexista y muy jerarquizada, el reparto de libertades y mandamientos, de derechos y obligaciones, de disfrutes y sufrimientos en materia sexual se suele realizar de manera estratégicamente desbalanceada según el género y la identidad de cada quien. Mientras las masculinidades hegemónicas tienen libertad de acción y goce asegurado, las identidades femeninas (travestis y mujeres trans o cis) y las “feminizadas” por el patriarcado (no binaries) tienen reservado un lugar pasivo de subordinación estructural en las pirámides de género y de disfrute.
Aunque todas las personas son capaces de sentir igual grado de deseo y anhelan también el mayor nivel de satisfacción posible, los discursos socio-sexuales heredados contribuyen a legitimar a la masculinidad hegemónica como irremediablemente deseante y al resto del mundo como poco o nada interesado en el goce. Por lo tanto, las “actuaciones sexuales” tienden a reproducir narrativas y actos en los que los varones hétero-cis deben estar siempre listos y deseosos (o sea, potentes, convencidos de que pueden) y sus parejas deben mostrarse recatadas y pasivas (o sea, impotentes, sin poder de decisión, más interesadas en garantizar el placer ajeno que en recibirlo). Emoji de furia.
Así, el sexo todavía funciona en gran medida como un dispositivo de dominación y subordinación que profundiza las inequidades pre-existentes y fomenta una inaceptable y dañina –muchas veces, letal– violencia de género. Por este motivo, se promueve la idea de “consentimiento”, en un intento por garantizar la absoluta soberanía y el disfrute pleno de cada persona involucrada.
¿Qué es una relación consentida?
Para volver a pensar cómo gestionamos cada decisión sexual compartida, se han desarrollado algunas pautas básicas como las siguientes:
1. Que el acuerdo sexual sea reversible:
Esta característica es fundamental, ya que permite a cada integrante de la pareja la posibilidad de cancelar el encuentro sexual en cualquier momento si, por algún motivo (el que sea), una de las personas cambia de parecer o si la situación íntima no resulta como la esperaba. Aunque en un principio el acto sexual haya sido acordado voluntariamente de a dos, si una de las partes deja de sentir ganas de continuar, el derecho a la reversibilidad asegura que nadie se sienta en la obligación de participar de un acto ya no deseado;
2. Que el acuerdo sexual sea específico:
La especificidad de cada decisión supone que aceptar un encuentro sexual no significa otorgar a la otra persona un permiso permanente de libre acceso a la intimidad propia. Entonces, el consentimiento no es, por ejemplo, “De ahora en más, estoy siempre disponible para vos”. Cada vez que se desee una nueva cita sexual, será necesario propiciar un nuevo acuerdo que no dé por sobreentendido ningún consentimiento tácito;
3. Que el acuerdo sexual sea afirmativo:
Esta característica derriba el mito tan difundido de que “Quien calla, otorga”. Si una persona no expresa de forma afirmativa su deseo indudable de compartir una experiencia sexual, entonces no existe el consentimiento y tal encuentro no debe llevarse a cabo. Para que el acto erótico tenga lugar, será necesario contar con expresiones concretas e inequívocas de la otra persona (por medio de lenguaje oral, gestual y/o corporal) que demuestren el genuino deseo ajeno de involucrarse íntimamente con une;
4. Que el acuerdo sexual sea libre:
La libertad para consentir supone que cada persona tome su decisión sin la influencia de nadie. Las presiones externas (de la otra persona, de pares, de la cultura) y las presiones internas (por “no quedar mal”, por miedo a una reacción violenta, porque “ya es hora”) son retazos de un discurso sexista que no deberían jamás participar de ningún encuentro íntimo. La cita sexual sólo será mutuamente consentida cuando ambas partes elijan libremente compartir un momento de intimidad en función de sus genuinos deseos individuales.
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Esta nota podría terminar acá, con esta guía esclarecedora, pero lamentablemente el asunto no es tan simple. Porque, como dijimos, la noción de Género se encuentra tan atravesada por la noción de Poder y tan interferida por los discursos recibidos, que el ejercicio de aquellas cuatro bienintencionadas pautas no resulta tan sencillo de llevar a la práctica. Por ejemplo:
1. ¿De qué manera una persona des-empoderada por el patriarcado puede reclamar reversibilidad entre las sábanas sin ser violentada con acusaciones de “calentar la pava y después no tomarse el mate”? Si el varón cumplió fielmente con el mandato de estar siempre listo, ¿quién le acerca herramientas para aprender a respetar la negativa ajena y bancarse la calentura propia? Si una mujer fue educada bajo la premisa del “deber conyugal”, ¿dónde encontrará argumentos efectivos para decirle al marido “Hoy no tengo ganas” y no ser castigada por su actitud?
2. Si dos amantes consintieron tener actividad sexual una noche y dormir juntes, ¿cómo sostener que a la mañana siguiente una de las dos personas no desee volver a involucrarse en un acto erótico o genital? ¿Cómo hace el varón para no sentirse ridículo o inseguro frente a su pareja si sugiere un nuevo consentimiento específico para ese momento mañanero?
3. Si un adolescente hétero-cis nunca recibió Educación Sexual Integral y en su casa jamás se habló de sexualidad, ¿cómo puede discernir si su pareja tiene una actitud afirmativa, y si ella realmente desea el encuentro sexual propuesto? ¿Dónde aprende a estimular un clítoris, si toda su educación sexual fue a través de la pornografía, y solo conoce entrepiernas recién depiladas, femineidades al servicio del varón y “orgasmos instantáneos” provocados por la simple penetración?
4. Si un chabón es el único de su grupo de amigos que todavía “no debutó”, ¿cómo desoír las presiones de los compañeros y sentirse libre de mantener el celibato hasta experimentar verdadero deseo de compartir su sexualidad con alguien? ¿Cómo no temer quedar afuera del grupo de pertenencia? Si los varones aprendieron a no hablan de lo que sienten sino de lo que hacen, ¿cómo no obligarse a “hacer” algo sexual, aunque más no sea para tener de qué hablar entre amigos? ¿De qué manera una persona no binaria puede sentirse verdaderamente libre de vivir su sexualidad si el discurso socio-sexual apenas reconoce la existencia de “todos” y “todas”?
En realidad, la propia noción de “consentimiento” esconde una condenable raíz patriarcal. Si consentir es “decir que sí ante una propuesta de intimidad”, esto supone que hay una persona que propone la actividad sexual y otra que la acepta, pero el concepto no contempla la posibilidad de dos amantes con igual grado de deseo y poder de invitación: de hecho, el adjetivo consintiente se aplica exclusivamente a las identidades femeninas o feminizadas. En una cultura patriarcal en la que el varón heterosexual es el que propone casamiento mientras ella sólo espera pasivamente ser pregupero nunca al revés, está claro que el poder de consentimiento de las femeneidades, y en la que “el novio puede besar a la novia” no tiene reservado un lugar de importancia, sino de sumisión. En verdad, pedir el consentimiento sexual de una identidad culturalmente subordinada parece asemejarse más a exigir una respuesta positiva que a averiguar con genuino interés el deseo ajeno, y esto confirma y reafirma los privilegios del varón, a la vez que confirma y reafirma el papel subordinado y meramente funcional que cumplen las femineidades para sostener dichos privilegios. ¿Entonces? Nos urge desarrollar nuestro propio potente discurso sexual y re-semantizar la noción de consentimiento para que todo encuentro sexual sea realizado con sentimiento. Si hay amor, mucho mejor; pero, si no, que igualmente haya sentimientos de empatía, de respeto y de equidad. El con-sentimiento del siglo XXI debería ser una serie de actos lingüístico-corporales que no solo pongan en palabras la real voluntad de ambas partes, sino que permitan la mutua lectura de los cuerpos como efectivamente deseantes y dispuestos a vivir una experiencia con otre y no a costa de otre. Es hora de filtrar los relatos heredados, consentirnos debidamente y –por fin– decirle “sí” al deseo auténtico y al goce sexual en un plano de disfrute equitativo. ¡¡Goce para todes!!