Trigo en pausa, el daño está hecho: 25 años de transgénicos para vender más venenos

De los 90 a esta parte la aprobación de OGM es política de gobierno en Argentina. Por qué estas semillas son excusa para sostener el multimillonario negocio de los agrotóxicos.

Por Patricio Eleisegui 

Quedó para agosto. 
En el transcurso de ese mes, por voluntad de un Gobierno argentino –otro más– que ata el destino de alacenas y mesas locales a lo que se decida en otro país, Brasil definirá si aprueba o no la importación del trigo transgénico –OGM, en la jerga– HB4 patentado por Bioceres. 
De ganar el sí, la compañía de origen santafesino en la que participan desde empresarios del agronegocio como Gustavo Grobocopatel hasta periodistas como Héctor Huergo, mandamás en Clarín Rural, pasando por magnates del ámbito farmacéutico como Hugo Sigman –sí, el de la vacuna AstraZeneca–, se habrá hecho con el permiso oficial para abarrotar el mercado alimenticio doméstico con una harina regada con glufosinato de amonio.
Hablamos de un plaguicida 15 veces más tóxico que el glifosato. 
Genotóxico y neurotóxico, especifica la ciencia.
Esto de que la liberación local del cereal OGM depende de lo que determinará Brasil no es un invento de mentes conspiranoicas: lo dice la resolución 2020-41 con firma de Marcelo Eduardo Alos, secretario de Alimentos, Bioeconomía y Desarrollo Regional –área dependiente del Ministerio de Agricultura–, publicada el 7 de octubre del año pasado.
“Establécese que la firma INSTITUTO DE AGROBIOTECNOLOGÍA ROSARIO S.A. (INDEAR S.A.) deberá abstenerse de comercializar variedades de trigo con el evento IND-ØØ412-7, hasta tanto obtenga el permiso de importación en la REPÚBLICA FEDERATIVA DEL BRASIL”, expone el artículo 2 del texto oficial. 
INDEAR es la usina de transgénicos montada por Bioceres hace dos décadas. Se encuentra muy cerca de Rosario y sus instalaciones ocupan un terreno cedido de forma gratuita a la firma por el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas (CONICET). 
Habrán escuchado hablar de cierta ciencia pública que investiga para los privados. Bueno. 
Más allá de la locura nutricional, sanitaria y ambiental que implica apostar por la liberación de un trigo transgénico que, al menos hasta ahora, nadie en el mundo se atreve a consumir, el cereal en gateras representa el punto más alto de una predilección estatal por los OGM que ya suma veinticinco años.
Que tuvo en aquella soja resistente al cancerígeno glifosato liberada en marzo de 1996 por Felipe Solá, entonces secretario de Agricultura, al primer movimiento de una avanzada diseñada específicamente para vender más y más agrotóxicos. Y que arriba a este presente con un acumulado de 62 semillas manipuladas genéticamente con permiso de comercialización en el país.
En el medio, ocurrió una expansión incesante articulada por el binomio Estado-Agronegocio. 
Los números macro de Argenbio, la entidad que nuclea a productoras y vendedores locales de OGM, exponen el éxito de un negocio que se paga con la salud de los pueblos fumigados y el ambiente en general: Argentina ostenta, a nivel global, el tercer lugar en términos de superficie agrícola sembrada con transgénicos.

Foto: Juan Pablo Barrientos

Soja, maíz, algodón, alfalfa, ocupan algo más de 24 millones de hectáreas. La nómina de países la encabeza Estados Unidos –71,5 millones de hectáreas– y Brasil –casi 53 millones–. 
“En Argentina podemos decir que estamos en el techo de adopción de la tecnología, porque prácticamente el 100 por ciento de la soja, el 100 por ciento del algodón y el 98 por ciento del maíz que se cultivan en nuestro país son transgénicos. Adicionalmente, en la campaña 2019/2020 se sembraron unas 2.000 has. de alfalfa transgénica”, se ufana la organización fundada por Bayer, Corteva, Syngenta y BASF en su sitio institucional.
Celebran las productoras de venenos. Que son las mismas que promueven estas manipulaciones de laboratorio.
Vuelvo a un testimonio que publiqué en la reedición de mi libro Envenenados (2017, Gárgola Ediciones): quien habla es Medardo Ávila Vázquez, referente de la Red de Médicos de Pueblos Fumigados: “En los años 90, en toda la Argentina se consumían 30 millones de litros de agroquímicos. El último consumo declarado por las cámaras que nuclean a estas empresas en el país, de 2014, fue de más de 300 millones de litros. En alrededor de 20 años la cantidad de agroquímicos que se aplican en la Argentina aumentó 1.000 por ciento”.
“Mientras que la superficie cultivada aumentó un 60 por ciento, la cantidad de agroquímicos, insisto, subió 1.000 por ciento. Esto muestra un desbalance que impacta”, añadió el experto.
Este uso intensificado de plaguicidas tira por la borda uno de los principales slogans de las promotoras de los OGM, que juran en todos los idiomas que el transgénico agrícola está hecho para reducir el uso de estos venenos. Las estadísticas de CASAFE, una de las cámaras que integra a los comercializadores de agrotóxicos, reconfirman lo dicho por Ávila Vázquez.
En cuanto se intenta abordar el impacto sanitario que provocan los transgénicos, el aparato publicitario y comunicacional montado para legitimar la aprobación de estas manipulaciones de laboratorio apunta a romper la idea de OGM = agrotóxico. 
Para ello, las empresas activan voceros y medios afines, inyectan mensajes hasta en las aulas donde se forman los futuros ingenieros agrónomos, en una cruzada por solidificar la idea de que los transgénicos per se reducen el uso de agrovenenos y, en algunos casos, directamente no requieren aplicaciones. 
Nada más falso. 
La prueba está en las estadísticas de ventas de las organizaciones que integran a los gigantes de la industria de los pesticidas. Y, también, en los expedientes publicados por el mismo Gobierno con detalles de las características que reúne cada transgénico. 
A excepción de la papa OGM manipulada para, en teoría, expresar inmunidad a virus, y el cártamo orientado a generar quimosina con vistas a la elaboración de lácteos, los 60 transgénicos restantes aprobados en la Argentina ostentan resistencias a plaguicidas o, en todo caso, incluyen la toxina BT para acabar con insectos coleópteros o lepidópteros. 
Un detalle más: del total de eventos habilitados para su siembra en el país, casi el 50 por ciento combina ambas características en una misma semilla.
La comercialización de agrotóxicos mueve alrededor de 3.000 millones de dólares anuales sólo en la Argentina. La facturación asegurada y multiplicada está en la colocación de ese insumo. Falta aprobar la ley que reclama el agronegocio para que el negocio migre hacia la venta de la semilla.

Qué culpa tiene el transgénico
Que sea transgénico no necesariamente lo hace malo, es uno de los lemas que los fabricantes de agrotóxicos han sabido instalar en distintos sectores a lo largo de estos 25 años de OGM domésticos. Otro: los transgénicos no tienen nada que ver con los agroquímicos.
El año pasado, en ocasión de #Interlocutorxs, ciclo de entrevistas que llevé a cabo vía Instagram, accedí a detalles del rasgo tecnológico de estos productos vía una charla que mantuve con uno de los científicos que más sabe de transgénesis en toda la región: el doctor Claudio Martínez Debat, académico e investigador especializado en biología molecular y celular.
Desde Montevideo, Uruguay, el experto se refirió, justamente, a las particularidades de los OGM que se siembran en esta parte del mundo. 
“La construcción del transgénico es sólo una parte: después está todo el modelo que lo acompaña, basado en un uso masivo de agrotóxicos. De esos agrotóxicos quedan remanentes en los alimentos. Por lo tanto, estamos consumiendo agrotóxicos porque vienen con los transgénicos”, aseveró en un tramo del diálogo.
“Se puede decir que los agrotóxicos no son privativos de los transgénicos y eso es cierto. Pero los transgénicos fueron diseñados para eso. La transgénesis es una técnica, pero el tema son los productos comerciales basados en ella. Tiene como ventaja que podés estudiar cómo funciona una secuencia genética en otro organismo. Lo podés hacer en una bacteria, ver cómo se comporta. Para avanzar en cuestiones como la medicina está bien, no hay problemas con eso”, expuso.
Para luego aclarar: “El problema está cuando se ignoran las limitaciones que tiene. No es una técnica exacta por más que se la llame ingeniería genética. Es un oxímoron. Un ingeniero trabaja con materiales inorgánicos, muertos, con objetos. La vida no es eso. Entonces, ¿cómo podemos pensar en hacer ingeniería sobre la vida? Ahí tenemos un problema conceptual mayor”.
Martínez Debat dijo, justamente, que uno de los inconvenientes de esta opción tecnológica pasa por “pretender que al insertar secuencias de otras especies en una planta o animal lo único que se exprese en ese vegetal o animal sea esa única secuencia (añadida) y el resto deje de existir. (Que) lo demás resulte una nube blanca que seguirá ahí, inalterada”.
“Eso no es así”, comentó en la charla. El experto uruguayo aportó otra explicación por demás de valiosa: “Todo organismo vivo es un sistema. Si se altera, aunque sea mínimamente, y más desde el punto de vista genético, el resultado es una alteración de (ese) todo”. 
“En el caso de las plantas transgénicas, se ha comprobado que no son sustancialmente equivalentes, como se nos quiere hacer creer, respecto de su contraparte no transgénica. Hay un cambio en toda la planta, en las proteínas que se producen, en los ácidos nucleicos que se expresan, en los fenotipos. Un cambio real e importante”, concluyó Martínez Debat.

Gobiernos manipulados genéticamente
Plaguicidas, productos agrícolas basados en la manipulación de ADN, siembra directa, son las patas de un agronegocio que financia a casi toda la dirigencia política de la Argentina potencia exportadora.
Se trata de un modelo de Estado antes que el rasgo específico de un gobierno en particular. Por supuesto que hay matices. 
A excepción del mandato de Fernando de la Rúa –de seguro no hizo tiempo dada la debacle socioeconómica que derivó en las masacres de 2001–, de Carlos Menem para acá todas las gestiones han liberado OGM en mayor o menor número.  
Política de Estado, insisto. Quienes realmente gobiernan el país no necesitan ocupar cargos públicos de ocasión. 
Durante el período 1995-1999, el gobierno de Carlos Menem aprobó 5 eventos transgénicos –sendas variedades de maíz, soja y algodón dotadas con BT y resistencias a los herbicidas glifosato y glufosinato de amonio–.
Las gestiones de Rodríguez Saá y Eduardo Duhalde, correspondientes al lapso 2001-2003, habilitaron 2 OGM –maíz y algodón, con BT contra lepidópteros y tolerancia a glifosato–. Néstor Kirchner, en el período 2003-2007, aprobó 4 transgénicos: todas variedades de maíz resistentes a glifosato y glufosinato de amonio + BT contra lepidópteros.
Durante los dos mandatos de Cristina Fernández se liberaron 24 eventos transgénicos. Correspondientes a variedades de soja, maíz, algodón y papa. A excepción de esta última –presunta resistencia a virosis–, el resto de los OGM acumuló resistencias a herbicidas y BT. La gestión liberó, además, una variedad de soja con tolerancia combinada a 2,4-D, glufosinato de amonio y glifosato. 
Venia oficial al cóctel de veneno junto a poblaciones, cursos de agua, escuelas rurales, espacios naturales en general, para hacer crecer una soja con destino asiático.
El macrismo aprobó 26 transgénicos en tan sólo cuatro años. Con la particularidad de que los últimos 19 fueron habilitados en el transcurso de apenas 22 meses. En su paso por la cartera de Agroindustria, Luis Miguel Etchevehere oficializó casi un organismo genéticamente modificado por mes.

En cuanto a las variedades promovidas, el maíz resultó predominante con 11 aprobaciones, seguidos por la soja con 8 semillas. También durante esa administración emergieron OGM de papa, alfalfa y cártamo. Y quedaron a un paso de la aprobación manipulaciones genéticas en caña de azúcar.
Con Alberto Fernández vio la luz el primer trigo transgénico del planeta. Que llegará a nuestras mesas y alacenas si en agosto se impone la aceptación en Brasil. 
Dos décadas y media después de la primera soja OGM que apadrinó Solá, el lobby económico ha hecho de cada gobernante otra manipulación a medida. 
De 1996 a este presente los mandatarios exhiben rasgos similares: inmunidad al reclamo sanitario de los pueblos fumigados, al pedido de científicos, maestras y médicos rurales, peones, asambleas y colectivos de vecinos. 
También, tolerancia a la crítica social derivada del mismo desastre, a los cuestionamientos incluso internacionales. Toxina BT contra cualquiera que se atreva a refutar estas máximas suicidas que los gobiernos consideran fórmulas indiscutibles para el desarrollo.
Sin haber sido sometidas a transgénesis, las administraciones de turno funcionan igual o mejor que un experimento digitado en cualquier laboratorio de Bayer Monsanto. 
Expresan la voluntad corporativa. 
Y en ese movimiento obediente, que las empresas pretenden perpetuo, la política dominante nos sigue arrastrando a un desastre socioambiental que bordea lo irreversible.