Bepo, vida secreta del linyera José Américo Ghezzi

El nuevo sello editorial “La Flor Azul” publica este 2021 el libro biográfico del croto más famoso de la Argentina: Bepo. Un texto escrito por el autor tandilense Hugo Nario en el que se narran las aventuras del incansable viajero de los trenes. El libro, que se publicó por primera vez hace ya más de treinta años, y sobre el cual se realizaron dos películas, vuelve a estar disponible después de mucho tiempo para los lectores de todo el país.

Por Pablo Franco
Mural de la foto: Federico Pose y Dolores Figueroa

Existe un libro maravilloso que pocos argentinos conocen. Cuenta con un grupo de fanáticos, que lo buscan sin pausa, y como casi no hay ediciones, su precio siempre es inaccesible. Supo haber algunos ejemplares en las bibliotecas cercanas a Tandil, porque cuando apareció adquirió cierta fama regional, pero se los han ido robando, o han quedado olvidados en los rincones más bajos y profundos de sus estanterías. Quienes lo han leído nunca lo olvidan. Y muchos han quedado tan conmovidos que después de hacerlo sus vidas han cambiado.

“Bepo: Vida secreta de un linyera”, apareció en 1988, editado por el Centro Editor de América Latina.

Cuenta los años que José Américo Ghezzi, conocido como Bepo, también como Alberto Rosales y el Rubio, recorrió el largo país de los crotos, el de las vías, 45 mil kilómetros de largo por 14 de ancho. Veinticinco años de vivencias en los campos juntando maíz, en la zafra de Tucumán, en las viñas de Mendoza, en la fruta del Valle de Río Negro, donde hubiera trabajo para los linyes. Veinticinco años de vida libre, viviendo bajo los puentes, leyendo en las orillas de las lagunas, viajando arriba de los techos de los trenes, rancheando en los galpones, cortando camino a pie por campos siempre ajenos.

Bepo, mientras croteaba en 1942, llevaba unos cuadernos en los que anotaba sus cosas. Fue para una travesía que duró unos cuarenta días. Luego, ya a su regreso, con Hugo Nario, escribió los apuntes que luego llamaron “los manuscritos”, unos 137 folios en total, y de donde finalmente salió el libro después de cuatro años de trabajo.

Se habían conocido en 1976. Dice Hugo Nario en su último libro La curiosidad, donde cuenta sobre su vida y sus escritos: “Había ido reuniendo testimonios orales, y, en ese tren, un sábado de marzo, fui a entrevistar a Filiberto Satti, que vivía en una hermosa casilla de madera, en Villa Laza. Y aunque Berto (como le llaman familiarmente) nunca partió piedra, su padre, sus hermanos y sus amigos, lo hicieron. Pero, testigo de ese mundo, sería un informante valioso. Él fue, en esa visita, quien me habló de Bepo Ghezzi y me acompañó hasta su casa. Las primeras entrevistas fueron enriquecedoras para mi acopio canteril. Pero en sus exposiciones se escapaban alusiones a su vida de croto o linyera”.

Buscando un libro, Hugo Nario se encontró con otro. También con un amigo. Bepo había decidido regresar a Tandil después de su última croteada. Había sido en Macedo, partido de Madariaga. Se resistía a dejar la vía y hacía un último intento. Estaba trabajando allí, embolsando papa, y habían hecho un alto para “yerbiar” al solcito, reparados en un galpón de la estancia. Vieron llegar por el Camino Real un carro destartalado, de cuatro ruedas, seguido por cinco perros y un cachorro atado del eje trasero. Bajó un hombre de barba tordilla, tocó su boina como saludo. Llevaba dos pantalones y un saco roto, manchado de grasa. Se arrimó al fuego pero nada parecía alcanzarle, el frío de haber dormido bajo la helada no lo quería abandonar. Preguntó si daban permiso para juntar huesos. Le convidaron unos mates mientras esperaban al patrón.

Contó que venía de Dolores, pero que antes había estado varios años en La Pampa. Y que el carro, de pompas fúnebres, se lo había comprado en Tres Arroyos a unos muchachos que lo tenían para divertirse en los corsos. Que había tenido años de croto y de catango, los que arreglan las vías. Que era nacido “pal lau del Quequén. Asentau en Necochea, y lo llamaban El Costero”. Se quedó con los juntadores de papa. Hacía el mate antes de que salieran a la cosecha, y después partía a buscar huesos. Con los días, cada vez tenía menos espacio para dormir en su carro.

Una tarde llegó con que le habían dado noticia de que en los montes había chanchos cimarrones. Empezó a explicar cómo los cazaba cuando vivió en La Pampa. Pasó varios días recordando aquellas cacerías, hasta que, sin dar aviso, se fue en su carro buscando los montes. Cuando regresó, traía un chancho y le faltaba un perro. Colgó el animal de una rama, cuereó, destripó, frió unos pedazos en una lata y convidó. Bepo no quiso comer. Los detalles de la cacería, la heroica muerte del perro, la defensa del chancho, la sangre y las heridas, le quitaron las ganas. El Costero soltó al cachorro y le dio un pedazo de carne y una palmada antes de que fuera a echarse con los otros. Después se fue a dormir. Al día siguiente desapareció.

Ese último encuentro, para Bepo, fue determinante. Ahí termina su libro. Antes pensaba en continuar sus días andando, también en un carro, libre. Verse frente a “El Costero” lo hizo reflexionar sobre su futuro y la necesidad de abandonar finalmente la vida del caminante, a riesgo de convertirse en un hombre cada vez más cruel y solitario. Regresó a Tandil, a su barrio, a su gente, y a algún trabajo. Después conoció a Hugo, hicieron su libro. Llegaron los reconocimientos. Las notas periodísticas, la película “¡Qué vivan los crotos!”, que cuenta su historia y la protagoniza él mismo.

Antes hubo señales. Como cuando intentó subir un tren a la carrera, porque ya no dejaban hacerlo en la estaciones, y casi se cae a las vías si un compañero no lo ayuda. Otra: cuando casi lo atrapan, escondido en una chata, tras unas bolsas y bajo una lona. Cuando se sorprendía pensando en los linyes viejos, todos “pasados del mono”, desequilibrados por el frío, el hambre y la soledad. Un croto, antes de llegar a los cincuenta, ya era viejo, estaba gastado. Como sabían, entre los crotos, cada año valía por dos.

Le quedaba la amistad de tantos compañeros.

Bepo nació un 5 de abril de 1912, al pie del cerro La Movediza. Treinta y seis días después de que la legendaria piedra cayera en lo hondo de la tristeza. Su madre murió cuando tenía dos años. Bepo no podía recordar su rostro, y la única foto que había de ella tenía una mancha amarilla en su lugar. Su padre, inmigrante italiano y picapedrero, con ayuda de una hermana que vivía cerca, se encargó de la crianza de los niños, el más pequeño de apenas cinco días. Había mucho trabajo en la cantera y los obreros tenían los mejores sueldos del país. A los trece años Bepo hizo una salida a Estación La Negra, de boyerito, y allí vio por primera vez a los crotos, en las cabeceras de los galpones. Cuando su hermano menor cumplió quince años, su padre volvió a casarse. Bepo se alquiló una casilla de chapa para vivir cerca, quería respetar la intimidad de su padre. Tenía amigos, muchos anarquistas, uno de ellos, Jesús Losada, le daba libros para leer, y luego se juntaban en su casilla a hablar de ellos. “Me parecía que viajar y leer eran el ideal de vivir”, recordaría Bepo en su libro, sobre su juventud.

A Jesús Losada, su “maestro anarquista”, lo volvió a encontrar en Mar del Plata, ya a la vuelta de sus largos años de croto. Muchos canteristas se habían ido a aquella ciudad a trabajar la piedra blanca que se usaba para los frentes de los chalets, después de que el hormigón terminara con el trabajo de las canteras de Tandil. También encontró allí a sus compañeros de vía Mario Penone y Héctor Woollands, hijo del célebre autor de La Carta Gaucha, don Luis Woollands alias “Juan Crusao”; y autor él mismo de Recuerdos de un militante anarquista. A Mario Quirurga, uno de sus primeros compañeros, lo veía en Tandil, donde volvía cada tanto. Donde estuvo después de muchos años, justo para la muerte de su padre.

Con Manuel Quirurga habían crotiado desde el año 1935, cuando Bepo apenas era un muchacho de veintitrés años. Sobre todo en la juntada de maíz de la Provincia de Buenos Aires. Vagando de un lugar a otro, sin apuro; a veces, en las malas, comiendo perdices, peludos, cuises cazados con un lacito de hilo sisal. En las buenas, trabajando, cosechando, juntando los pesos para regresar a la vía. Un día, ya volviendo, esperando un carga en la estación de Las Flores, estaban haciendo ranchada cuando oyeron un zumbido sobre sus cabezas. Frente a ellos aterrizó un aeroplano, en el viejo Aeródromo. Corrieron hasta la máquina, desde el hangar apareció, con pantalones blancos y campera de cuero, sacándose el casco para dejar ver su cabellera rubia, Carola Lorenzini.

Más o menos para la misma época, en la misma Estación Ferroviaria de Las Flores, Hugo Nario acompañaba por primera vez a su padre al Galpón de Máquinas. Aunque no estaba permitido, era domingo y todo estaba tranquilo. Debían dejar la formación lista para el día siguiente. Hugo lo recuerda, en un relato hermoso, como el día que se hizo mayor, el día que ya sentía que “llevaba pantalones largos”. Ocurrió en el mismo lugar donde Bepo y su compañero vieron volar un aeroplano por una mujer.

A su regreso, los amigos de Tandil se sorprendían de verlo, incluso su padre creía que había muerto, producto de una noticia de alguien que se apellidaba del mismo modo, y a quien habían asesinado a tiros en las huelgas maiceras de Santa Fe. “¡Bepo! ¡Bepo! ¡Cúme! ¿No te ce mort?”

Bepo tomó otra vez la vía al poco tiempo. Lo acompañaban Héctor Woollands y Ezequiel Chinatti, uruguayo y anarquista, hachero y lector. Iban rumbo a Gonzales Chaves, Tres Arroyos, Bahía Blanca, Saavedra. Al poco tiempo dejaron a Chinatti, camino al triángulo maicero, y pasada la cosecha Bepo quedó solo. Anduvo un tiempo, sin destino fijo, buscando changas, hasta que un día vio un hilo de humo azul junto a un arroyo. Algún croto había hecho ranchada.

Allí encontraría Bepo a su mejor amigo: El Francés. Nunca supieron sus nombres. Y casi nada de sus vidas. Aparentaba tener unos cuarenta años, entre diez y quince más que Bepo. Llevaba un diente de oro. Se acercó, había en las llamas una pava y una ollita. El Francés pescaba. Bepo sacó queso y un pedazo de carne de oveja para convidar. El Francés preguntó si iba lejos. Bepo contestó: sin rumbo, y sin apuro. Como queriendo convencerlo, el Francés le dijo que había buena pesca, y mulitas, señalando las ovejas del potrero de enfrente.

Bepo dice que pasó unos días a gusto, lavando pilchas, bañándose en el arroyo, conversando sobre cada rincón del planeta. Que cuando hicieron la oveja, lejos, para que pareciera de otros, recordó una frase de González Pacheco, el autor de Tandil, “la propiedad es un robo”. El Francés le dijo que eran palabras de Proudhon, un pensador anarquista.

El Francés, supo después Bepo, había estudiado literatura en París y enseñado en una Escuela Normal. También había peleado en la guerra: “he visto morir, matar y vivir”. Y aunque en la vía nunca se preguntaba por el pasado, pues dodo es “presente, sólo presente”, el Francés, con los años, fue contando sobre su vida anterior. Su familia tenía una granja por la que corría el río Garona, y allí pasó su infancia, pescando y nadando. Por la noche una criada servía café con ron a sus padres, y él jugaba junto al hogar tomando té con una gran cucharada de miel.

Comenzaron a andar juntos. Largos días de conversaciones, lecturas, pesca, y vida al aire libre. “Algún día tendrás que elegir entre la libertad y el amor”. “La soledad es una compañera difícil, exigente. Hay que dominarla con firmeza. Si no se corre el riesgo de que a uno lo termine por volver loco”. Largas charlas, en las que después se quedaba pensando Bepo, ya acostado, aprendiendo.

Un tarde, casi entrando a la noche, mientras pescaban, en la orilla opuesta vieron pelearse a dos linyes, se buscaron con los cuchillos hasta que uno cayó al agua, muerto. El otro huyó. La vida en los campos también tenía esas cosas. Otro día, Bepo regresó del pueblo a la ranchada del arroyo con el diario Crítica, que anunciaba “Cayó París”. Se lo mostró al Francés, que lo miró de reojo y nada más repitió el nombre de la ciudad antes de irse hasta un monte. Cuando regresó dijo: “me voy a los ponchos, compañero”, y se perdió en el silencio. En campos de la Estancia el Porvenir, que había sido del famoso curandero Pancho Sierra, el Francés tomaba mate con agua del arroyo porque “dicen que es curativa”, repetía. Días más tarde, otro linye estaba sacando agua del mismo arroyo. La juntaba con un tarro y la pasaba a unas botellitas que llevaban atada una estampita del cuello. Era uno de los crotos que llamaban “industriales”, pues se valían de sus propios recursos, en este caso, la venta de agua bendita. Había quienes tejían mimbre, o trabajaban la madera, también quienes simplemente vendían cosas.

“Podemos ir al norte, a las cañas. ¿Qué te parece Rubio?”, le dijo el Francés a Bepo. La zafra en Tucumán tomaba infinidad de gente cada año. Cruzaron por el centro de Santiago del Estero. La pobreza no dejaba de sorprenderlos. Entraron a Tucumán. “Ríos y ríos de gente que avanzaba con lentitud, pero sin detenerse”, recordaría Bepo. Fueron hasta Alderetes. Familias caminando al costado de sus carros, mujeres, niños, viejos, apenas algunas pertenencias arrastradas por animales flacos. El trabajo, bajo el sol asfixiante, era mucho y mal pago. De estrella a estrella. Vivían en chozas improvisadas a orillas el cañaveral, para no perder tiempo. El hombre cortaba y la familia entera pelaba la caña. Cuando terminaba la cosecha, y se descontaba la comida, apenas quedaban unos pesos. Bepo y el Francés se fueron después de ver como un capataz sometía sexualmente a un adolescente. Intentaron organizar una huelga, pero todos tenían miedo, paradójicamente, a la pobreza. Hechas las cuentas, a uno le alcanzó para un par de alpargatas, y al otro, para un paquete de tabaco.

Continuaron una vuelta larga, que los llevó por La Rioja, Mendoza, La Pampa, Bahía Blanca, y otra vez la Provincia de Buenos Aires. Se separaron, el Francés iba hacia Cabildo, Bepo hacia Rojas; pero con el arreglo de volver a encontrarse del uno al diez de octubre, en el viejo molino a pocas cuadras de la estación de San Gregorio. No fue fácil, pasaron unos años, y después de las inundaciones en Hunter, del bajo precio del maíz por la guerra, de las langostas, Bepo al fin volvió a San Gregorio. No encontró a su amigo. Lo buscó, preguntándole a cada linyera que cruzaba, pero no era sencillo dar referencias de alguien de quien ni siquiera sabía el nombre. El anonimato también era una forma de ocultarse.

Se reencontraron dos veces, que Bepo recordaría con gran emoción. Viajaron por infinidad de lugares, y trabajaron para cientos de patrones, siempre lo necesario para juntar unos pesos y hacerlos durar en la vida libre. Cruzaron crotos peligrosos, porque aunque la mayoría eran gente de trabajo, también había quienes poco a poco se iban entregando a la bebida. Había crotos fijos, vencidos por los años, que se quedaban en las playas de maniobras y vivían de la caridad y los desperdicios, muchas veces entre ellos se daban “matrimonios”. Había crotos permanentes, como Bepo y el Francés, que sólo salían de la vía por una changa y luego volvían a ella para no abandonarla. Y entre los permanentes se podía hallar de ambos extremos: líricos, románticos, soñadores; y también de los otros: asesinos, ladrones, locos, maniáticos, todos mezclados.

Después de limpiar unos surcos antes de la cosecha, cortar a guadaña el pastizal de un monte de frutas, hachar unas plantas secas y hacer leña, y limpiar a machete los abrojos de los alambres, en una changa de dos días que al final se hicieron quince, con los bolsillos llenos, Bepo y el Francés volvieron al camino. Llevaban media hora de marcha cuando notaron humo en un juncal de un bañado. Se preguntaban quién podía acampar en un lugar tan hostil. Avanzaron hasta quedar cerca del hombre, paralizados. Frente a ellos, de espaldas, se encontraron un viejo de edad incalculable, con los pies descalzos metidos en el barro sin otra protección que la costra de su piel. Cubierto de harapos, flaco al extremo, los pelos blancos le caían hasta la espalda. Cuando se dio vuelta para mirarlos, vieron su barba, también blanca que bajaba hasta la cintura.

-¿Ya terminó la guerra?, les preguntó.

-¿Qué guerra abuelo?

-¡La del Chaco! ¡Se llevan a los caminantes a la guerra!

Su voz era un susurro, había perdido la costumbre de hablar. En una lata sobre el fuego había una rana cociéndose. Comía también peludos y raíces. Repetía que no le mintieran, quería saber sobre la guerra. Sacaron toda la comida que tenían y se la dejaron. El Francés le dio su saco. Los ojos claros del hombre parecieron brillar por un instante, pero luego volvieron a perderse. Ya no podían hablar. Buscaron la calle, los campos sembrados a un lado, las vacas pastando al otro, la abundancia del país; el Francés lo señala, se lo explica. Bepo escucha.

“Me sacó de un mundo chiquito en el que estaba acostumbrado a vivir”, dirá años más tarde Bepo. También, sentado en el patio de la casa en la que vivía, en el barrio La Movediza, de Tandil: “Mi maestro. Croteo con él en la imaginación”.

La última vez que se vieron fue corriendo a la par de un tren. Atardecía. Bepo tiró el mono arriba de una chata y agarrado a la baranda pudo subir. El Francés, más lento, tardó en escalar el terraplén. Cuando Bepo miró, lo vio perderse en el humo de la locomotora, en la llegada de la noche. “¡Compañero!”, gritó. “¡Compañero!”, le pareció oír. En la estación siguiente recorrió los vagones y las chatas, pero el Francés no estaba. Como no volvían trenes empezó a caminar por la vía. Llegó de madrugada, rendido, pero no había rastros de su amigo. Preguntó y buscó. Nadie sabía. Comprendió que ya no tenía más que hacer, sólo esperarlo en San Gregorio, para octubre. Nunca llegó. Recorrió medio país, pero fue en vano. Ya no volverían a abrazarse, salvo en el recuerdo, y en alguna crotiada de la imaginación.

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