Los relatos de Marcela Alluz resuenan al oído en santiagueño. Su voz se trasluce a través de esas otras, mujeres atragantadas, descarnadas. “Somos como matrioshkas”, esboza y localiza a todas las que habitan adentro suyo. En la presentación de su último libro editado por Sudestada, cuenta que el aislamiento le permitió disfrutar de su casa y cuestionar los mandatos que impone el imperativo de la productividad. ¿De dónde brotan esas historias? ¿Cuál es el límite de la escritura?
—¿Cómo surge Cuentos de Mujeres Atragantadas?
Este libro surge de una serie de relatos sueltos que han ido cruzándose en mi vida como historias pequeñas que nacen sin pensarlo mucho. A veces, la escritura es una expresión inconsciente de lo que tenemos adentro, sobre todo cuando son fragmentos que no tienen un hilo con otro, como en el caso de una novela. Yo siempre cuento que empecé a relatar a través de las redes sociales. El “¿Qué estás pensando?” de Facebook para mí es como una ventana nueva, es sumamente inspirador para momentos en los que realmente estoy pensando, y ahí siempre viene alguna idea. Para todos los que nos dedicamos a contar cuentos, las historias que se nos cruzan, que escuchamos, un sonido, un color se pueden convertir en una historia si uno está con el ánimo receptivo. Y estos cuentos han ido naciendo así. Me di cuenta que tenía una gran cantidad de relatos guardados y perdidos. El título viene porque son historias que se quedan en la garganta de muchas mujeres que conozco. Es un libro con historias de mujeres, pero no sé si decir para mujeres. No le pondría adjetivo a quién está dirigido. Cualquiera puede leer lo que le llega a las manos.
—Más allá de que hay un hilo conductor claro, ¿cómo se inscribe este libro en el resto de tu obra?
Yo creo que hay muchos temas que se abarcan, pero la mirada es el de la mujer que soy. Hay temas que me apasionan, como la maternidad. Seguro escribo mucho mejor que lo que materno. Es un tema que me convoca por toda la complejidad que abarca. Si hay una relación a la que no le vamos a poder esquivar es al ser hijas, podremos elegir ser madres o no serlo, esa es otra historia. En este libro, como con Brasas, me ha pasado de sentir que hay relatos que tienen algo en común. Esos textos no surgieron con la idea de formar un libro. Creo que ambos hablan mucho de quiénes somos actualmente, de cómo vivimos y la manera en que sentimos. Esas cosas que muchas veces uno deja en el lugar de los sueños, o de las utopías, atadas a ciertas culturas o rituales. Yo vivo en Córdoba, pero soy de Santiago del Estero. Mi patria es Santiago. Y me doy cuenta que cuando uno se va acercando al interior, se va dando cuenta de que hay prejuicios que impregnan la esencia de la gente. Creo que estamos en un momento bisagra donde hay muchas mujeres que se han salido del marco para bien, muchas otras están con un pie adentro, y otras con el pie ahí encorsetado. Para esas mujeres que atraviesan estos momentos de decisiones, de encontrarse con una misma, de seguir el deseo o seguir lo impuesto, sobre esas mujeres escribo y cuento. Creo que somos muchas las que nos vamos encontrando en esos umbrales.
—Muchas veces tendemos a tener una mirada porteñocentrista de los movimientos sociales y de mujeres.
Sí, hay mucho de eso. Muchas veces pecamos de centramos en Capital Federal o en el Gran Buenos Aires, tenemos las miradas puestas en las transformaciones y las marchas acá, pero está bueno tener una mirada más federal, saber que no es todo homogéneo, que tenemos un país super vasto y extenso. Son procesos que se van dando de maneras diferentes en cada punto del país, en cada comunidad. Incluso hay cosas, expresiones, frases, giros que los tengo que pensar varias veces porque digo: “esto sólo lo entendería una santiagueña”. Son diferentes las maneras de vivir, de tomar decisiones. Tal vez en una ciudad más grande la mirada se reduce al círculo social que te rodea. Pero cuando vivís en un pueblo, o en una ciudad más chica, la mirada es la del pueblo entero. Y pesa muchísimo. Pesa mucho la historia y el ser alguien con nombre, apellido y dirección. Todavía se cuida eso que en el interior llaman la reputación o el decir.
—En una entrevista planteaste que todos estos personajes femeninos sobre los que escribís son pequeñas partes tuyas. ¿Cómo es ese movimiento? ¿Cuántas mujeres habitan en vos?
Hay un libro que he escrito, La otra de mí, cuyo título resume mucho esa idea. Creo que dentro nuestro hay muchas otras que van viviendo, conviviendo y peleándose con nosotras para salir o para huir. Estamos hechas de muchas mujeres. Yo no soy la misma, aunque crea serlo, que cuando tenía 20 o 30 años. No tengo los mismos sueños, las mismas pasiones, las mismas ganas por las mismas cosas. Sí creo que hay una identidad a la que no traicionamos nunca. Como decía Sacheri en El secreto de sus ojos, uno no puede cambiar de pasión. En ese sentido creo que mantenemos una esencia. Pero en lo demás, cosas que juramos que no haríamos nunca, hoy nos encontramos haciéndolas. A veces veo escritos míos y de no hace mucho que me resultan vergonzosos en cuanto al posicionamiento que tenía. Ahí te das cuenta de cómo te va cambiando la cabeza a medida que vives y que compartes historia. Yo he sido educada en una escuela católica de mujeres, en Santiago del Estero donde había temas que no solo no se hablaban, sino que eran pecados capitales. Pero también vivía una realidad diferente en casa, porque mi familia era atea, con un sentido social y político muy abierto, siempre volcada al tema de la justicia social. Somos como matrioshkas que vamos encontrándonos con otras mismas que tenemos adentro; a veces son más grandes, a veces más chicas.
—¿Y cómo es ese ida y vuelta con tus personajes?
En mis inicios, cuando era mucho más chica, siempre empezaba pensándole un nombre, después me imaginaba el rostro, unos ojos, un pelo de determinada forma. En general pensaba en la cara de un actor o de alguien conocido para imaginarme el personaje. Sin embargo, ahora lo que me arma un personaje es una palabra, una cualidad, algo que me arme el dolor que lleva ese personaje. Y a partir de ese dolor empiezo a vestirlo con las demás facciones. Las novelas que escribo tienen mucha madre, mucha locura. Será porque trabajo en contextos de mucha vulnerabilidad psíquica, en donde se culpabiliza a las mujeres sobre que no pueden maternar, que no saben, que no les sale, que no quieren. Se habla mucho de la madre loca, o la mujer histérica, ese mote que se pone siempre para banalizar o para dar un lugar de revirada a alguien que no está pudiendo con una situación o que no lo está haciendo dentro de los cánones de la normalidad. A partir de ahí empecé a trabajar sobre este personaje que por ahí se podría decir que es un personaje descarnado, cuando una madre no tiene el sentir del común de la madre, no tiene el apego, no tiene el amor, la paciencia la ternura y cuando incluso puede entregar a los hijos sin que se le mueva el más mínimo pelo de ese lugar que le dicen conciencia. Lo descarnado viene de contar sin maquillaje historias que ocurren a diario, que las tenemos al lado. Pero que no siempre se ven tan crudamente como cuando uno pone la lupa de la escritura arriba de algo que está sucediendo. Creo que cada cuento o cada libro de cuentos es como un álbum de fotos de semblantes. Cuando hay vidas completas y felices en general no hay mucha historia detrás para contar. Son los desgarros, los precipicios, los tropiezos lo que convierte en relato lo que una tiene para decir.
—En ese sentido, el ejercicio de escribir habilita un juego que te permite moverte y también encarnar esas otras historias.
Todo depende del momento de la vida por el que esté atravesando. Cuando estoy dolida o estoy mal busco compañía para escribir. Me voy a escribir a la cocina, a lugares de paso donde haya gente. Ahí encuentro mi burbuja y escribo. Hay temas con los que no me meto, que duelen muchísimo para escribirlos, y otros que fluyen en el momento, esté donde esté. El celular es una agenda viva que nos permite escribir lo que se nos cruce. Pero volviendo a esto que me preguntabas, la escritura para mí es un lugar seguro. Si hay algo donde me siento tranquila y confiada es en la escritura. Desde chica sabía que ahí estaba mi lugar, que me sentía cómoda y también incómoda. Es un lugar donde puedo guarecerme, donde puedo disfrazarme. Lo comparo con el oficio de la actuación: encarnar un personaje que no tiene nada que ver con nosotras, pero cuando se sube el telón hay que ponerse el traje y salir a ser quien nos tocó en suerte.
—¿Cuál es el límite de la escritura?
Se me ocurre que pueden tener que ver con el tema de la ética. Una amiga me contó una historia de su pareja, vergonzosa si se quiere, pero me parecía maravillosa para contarla, y yo tenía que iniciar pidiéndole que me deje que la cuente. También hay límites más personales. Yo soy absolutamente miedosa de lo sobrenatural. Y me odio porque no soy creyente, pero a la vez creo en todo. Ese tema para mí es un límite, no puedo contar y materializar mis fantasmales miedos sin nombre. Creo que me aterrorizaría tanto que no podría vivir. Yo le tengo miedo a los fantasmas. Las personas que tienen el don o la virtud de la fe creen que hay alguien superior que los está cuidando, el “ángel de la guarda dulce compañía”, pero a toda la orda de ateos y ateas que pululamos, ¿quién nos cuida? Estamos solos y solas en la inmensidad del universo. Yo convivo con esto sin ningún drama, pero hay veces que determinados cuentos, películas o conversaciones abren una puerta y empiezan a salir todos los monstruos que tengo guardados. Hay sitios de Facebook maravillosos donde no quiero entrar, pero igual leo sus historias sobrenaturales de Santiago del Estero. La soledad del campo hace que se viva de una manera distinta. A todo lo paranormal se le encuentra explicaciones; de ahí los mitos y el folklore. Estos relatos a mí personalmente me aterran y no puedo buscar ni un vaso de agua. En estos momentos de mi vida, esos serían los límites de mi escritura. Los demás, no sé.
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