Frei Betto: América Latina, bajo amenaza de retroceso

En ningún otro continente hubo, en las últimas tres décadas, cambios tan significativos como en América Latina y el Caribe. Tras el fracaso del NAFTA (Tratado de Libre Comercio entre México, Estados Unidos y Canadá) y el rechazo a la propuesta del ALCA (Área de Libre Comercio de las Américas) por la mayoría de los países del continente, la región inició su recorrido por un camino propio y alcanzó, por fin, “su mayoría de edad”. Muchos factores contribuyeron a este desarrollo. En primer lugar, la resistencia de la revolución cubana, que no sucumbió frente a la agresión de Estados Unidos ni siquiera después de la caída del Muro de Berlín y el colapso de la Unión Soviética.

Por Frei Betto

Llegaron, entonces, el rechazo electoral a los candidatos que encarnaban la propuesta neoliberal y la victoria de los identificados con las demandas populares, especialmente de los pobres: Hugo Chávez, Daniel Ortega, Lula, Néstor Kirchner, Pepe Mujica, Rafael Correa, Evo Morales, etcéteras. Varios organismos e iniciativas fueron creados para fortalecer la integración continental: ALBA, Celac, Unasur, Telesur, etc. Muchas de las dificultades, sin embargo, se configuran en el horizonte. En esta economía globalizada y dominada por el capitalismo neoliberal, la crisis de las monedas fuertes como el dólar y el euro afectó negativamente a los países del continente. Aunque hay avances en la lucha contra la pobreza extrema, en la actualidad la región alberga a millones de pobres, los salarios de los trabajadores son bajos frente a los costos inflados de las necesidades básicas, y la desigualdad social crece vertiginosamente (de los quince países más desiguales del mundo, diez se encuentran en América Latina).

En Europa, donde la crisis económica desemplea a más de 30 millones de personas, en su mayoría jóvenes, no hay una izquierda capaz de proponer alternativas. El Muro de Berlín cayó en la cabeza de los partidos y militantes de izquierda, casi todos cooptados por el neoliberalismo. Y ahora, los ataques terroristas refuerzan la xenofobia, la política de puertas cerradas a los refugiados, y a los partidos de derecha que defienden una “Europa para los europeos” y un Estado policial. En los países latinoamericanos, la dependencia histórica de sus economías de los mercados extranjeros muestra signos de una crisis que tiende a empeorar. Las tasas de crecimiento del PBI caen, la inflación reaparece y se agravan la desindustrialización y el éxodo rural, con la consiguiente expansión del latifundio.

No basta con tener discursos y políticas progresistas si no encuentran correspondencia y adecuación en los programas económicos. Y nuestras economías continúan bajo presión de los países metropolitanos, de organismos enteramente controlados por los dueños del sistema (FMI, Banco Mundial, OCDE, etc.); un sistema de tarifas –especialmente del precio de los alimentos– intrínsecamente injusto, y según el cual los lucros privados del mercado son más importantes que la vida de las personas.

El Banco Mundial advirtió, a finales de 2015, que 241 millones de latinoamericanos podrían caer en la pobreza. Es lo que Zygmunt Bauman llama precarización, y yo, “pobretariado”. Esos 241 millones no son pobres pero tampoco pueden ser considerados clase media. Y constituyen el 38 por ciento de la población del continente. Hoy en día, el 37 por ciento de la población adulta de América Latina vive del trabajo informal. Y se espera que se alcance el 50 por ciento debido a la crisis económica que afecta a los países más poblados como Brasil, México, Argentina y Venezuela.

Desde que españoles y portugueses llegaron a nuestras tierras, la economía continental depende de la exportación de productos primarios, hoy conocidos como commodities. Pero grandes importadores como China y Europa Occidental dan signos de deterioro. Hoy en día se consideran pobres en América Latina 167 millones de personas, y 71 millones viven en la miseria (sobreviven con, máximo, un dólar por día).

Balance de los gobiernos progresistas
Los gobiernos progresistas fueron elegidos por los movimientos sociales y los segmentos más pobres que constituyen la mayoría de la población. Sin embargo, ¿se ha hecho un trabajo efectivo por organizar a los pueblos? ¿Los sectores populares son protagonistas de las políticas de gobiernos o meros beneficiarios de programas de carácter asistencialista y no de carácter emancipatorio de combate a la pobreza? ¿Cómo tratan los gobiernos democráticos populares de América Latina a los sectores de la población que se beneficiaron de las políticas sociales? ¿Existe un compromiso de intensa alfabetización política de la población o se difunde una mentalidad consumista?

Es innegable que el nivel de exclusión y miseria causado por el neoliberalismo exige medidas urgentes que no se queden en el mero asistencialismo. Sin embargo, ese asistencialismo se restringe al acceso a beneficios personales (bonos financieros, escuela, atención médica, facilidad de crédito, exención de impuestos a productos básicos, etc.), sin que haya complementación con los procesos pedagógicos de formación y organización política. Se crearon, de esa forma, reductos electorales sin la adhesión a un proyecto político alternativo al capitalismo. Se dan beneficios sin generar esperanza. Se promueve el acceso al consumo sin favorecer el surgimiento de nuevos protagonistas sociales y políticos. Y lo más grave: no se percibe que, en medio del actual sistema consumista, cuyas mercaderías reciclables están impregnadas del fetiche que valoriza al consumidor y no al ciudadano, el capitalismo posneoliberal introduce “valores” como la competitividad y la mercantilización de todos los aspectos de la vida y la naturaleza, reforzando el individualismo y el conservadurismo.

Nuestros gobiernos progresistas, en sus múltiples contradicciones, critican el capitalismo financiero y, al mismo tiempo, promueven la bancarización de los segmentos más pobres, a través de tarjetas de acceso al beneficio monetario, a pensiones y salarios, y dan facilidades de crédito a pesar de la dificultad de enfrentarse a los intereses y de saldar las deudas.

El peligro es fortalecer en el imaginario social la idea de que el capitalismo es eterno (“el fin de la historia” proclamado por Francis Fukuyama), y que sin él no puede haber proceso verdaderamente democrático y civilizatorio. Eso significa demonizar y excluir, incluso por la fuerza, a todos los que no acepten esa “obviedad”, que son considerados terroristas, enemigos de la democracia, subversivos o fundamentalistas. Esa lógica es reforzada cuando, en campañas electorales, los candidatos de izquierda hacen guiños, con énfasis, a la confianza de los mercados, a la atracción de inversiones extranjeras, a la garantía de que empresarios y banqueros tendrán mayores ganancias, etc.

Por un siglo, la lógica de la izquierda latinoamericana jamás se emparentó con la idea de superar el capitalismo por etapas. Este es un dato nuevo, que exige mucho análisis para implementar políticas que eviten que los actuales procesos democráticos populares sean revertidos por el gran capital y por sus representantes políticos de derecha. Pero este desafío no puede depender solamente de los gobiernos. Se extiende a los movimientos sociales y a los partidos progresistas que, cuanto antes, precisan actuar como “intelectuales orgánicos”, socializando el debate sobre los avances y las contradicciones, dificultades y propuestas, para profundizar el imaginario centrado en la liberación del pueblo y en la conquista de un modelo de sociedad poscapitalista, verdaderamente emancipatorio.

La cabeza piensa donde los pies pisan. Nuestros gobiernos progresistas corren serio riesgo de sucumbir por la contradicción entre política de izquierda y economía de derecha, en caso de que no movilicen al pueblo para implementar reformas estructurales.

Son grandes los desafíos que enfrentan los 33 países de América Latina, con sus 600 millones de habitantes. Como decía Onelio Cardozo, las personas tienen “hambre de pan y de belleza”. La primera es saciable; la segunda, infinita. Eso significa que el deseo humano, que es infinito, sólo dejará de ser rehén del consumismo y del hedonismo –tentáculos del neoliberalismo– si ve saciado su hambre de belleza, o sea, de sentido de la existencia.

Eso no se alcanza solamente con más frijoles en el plato y más dinero en la cartera. Pero sí con una formación capaz de imprimir en cada ciudadano y ciudadana la convicción de que vale la pena vivir y morir para que todos tengan vida, y vida en abundancia, como dice Jesús (Juan, 10:10).

Texto publicado originalmente en 2017, en el libro “América Latina, huellas y retos del ciclo progresista”, de Gerardo Szalkowicz y pablo Solana, de Editorial Sudestada