La lengua tiene un poder bestial. Con nuestros primeros sonidos pedimos lo básico para estar vivos: lloramos, gritamos, decimos tete, mamá, agua. Pero el adulto no aúlla siempre que lo quiere hacer. Como no lo hace, elige palabras para nombrar sensaciones. A veces no salen y aparecen los gestos o cualquier otra cosa, por ejemplo, el silencio. Cuando el silencio quema, salen las palabras-comodín, como “raro”.
Por Mae Ortiz*
“Hoy estoy raro” es un tema super ácido de la banda uruguaya El cuarteto de Nos. El estribillo dice “hoy estoy raro/ y no entiendo por qué / si nada extraño me tuvo a maltraer / hoy estoy raro / y no sé lo que hacer”. Las estrofas nombran atrocidades, traumas infantiles, violencias y vejaciones que se desencadenan para explicar la rareza. Esa disonancia es puro sarcasmo. La voz de Roberto Musso utiliza “raro” como un amuleto, una forma de nombrar la masa de emociones acumuladas. “Raro” es una palabra corta y amplia a la vez, tan imprecisa que sirve para decir todo y nada.
Escuché usar esta palabra muchas veces en las últimas décadas para nombrar malestares y depresiones, sobre todo en jóvenes, en su mayoría varones. También creo que se usaba mucho entre adolescentes a finales de los 90 en Argentina (tal vez se copió del weird de las series por cable de la misma época). Lo cierto es que sigue siendo un comodín lingüístico, por más deconstrucción y terapia que se haya tenido.
La geometría del amor
Pero no hablemos solo de los varones (hetero, cis), toquemos lo transversal de la experiencia. Si lo entendemos desde los principios, arquetipos y energías, todos somos masculinos. Aunque lo intentemos, no podemos eludir estas categorías. Incluso sabiéndonos dioses andróginos, convivimos con ideas como yin o el yang, o hablamos de personalidades alpha y betha. El famoso dimorfismo biológico sigue siendo una creencia científica y convive con los distintos géneros e identidad. Y eso que entendemos como masculino está en fractura expuesta.
El analfabetismo emocional masculino, o lo que ahora se nombra como “masculinidad frágil” es lo que se cuenta en el glorioso cuento “La geometría del amor” de John Cheever: un hombre bueno sospecha que su mujer le es infiel. La nota cambiada, llorosa, infeliz. Descubre que usando un teorema de Euclides puede entender las situaciones emocionales: aplica esta fórmula de geometría cuando un amigo se enoja, o cuando otros son infieles, hasta que encuentra de esta forma las causas lógicas de la tristeza de su mujer. Busca explicaciones mentales hasta un extremo ridículo y así se aleja cada vez más de su afectividad.
La geometría del amor es el resumen de la racionalización de los afectos, o el analfabetismo emocional: la disociación más económica para no querer sentir. No es exclusiva de la masculinidad; atraviesa géneros y niveles socioculturales. Sobreabunda en ámbitos profesionales, porque pareciera que algo tenemos que cortar para que la máquina siga funcionando.
El alto costo de la geometría del amor no se detecta siempre. El peligro de la racionalización no vende, ni siquiera en la mayoría de los programas de éxito y desarrollo personal, aunque apunten a eso. Nadie tiene claro cómo destapar las cañerías de milenios de negación y represión. Se visibilizan temas y derechos, la sociedad parece más igualitaria que hace dos siglos, pero algo se sigue llevando puesta la emocionalidad. Mantiene un lugar delimitado en la religión, el deporte o la vida íntima, o, al contrario, se convierte en estallido político. Una escena viral de gatitos conmueve, pero integrar el sentir de verdad en la sociedad aún parece estar lejos.
Seguimos escapando de las emociones porque aún representan un signo de debilidad. No nos permitimos ni llorar en el trabajo cuando nos baja la leche y la angustia sube por la garganta al ordeñarnos en el baño, mientras pensamos en el bebé que está en casa. Las leyes y ciertos espacios de trabajo van contemplando los procesos biológicos y emocionales de una mujer, pero raramente se lo considera a un hombre cuando es padre o está enfermo. Muchos varones siguen trabajando el día de la muerte de su padre o el siguiente. De esa experiencia, como de otras, tampoco parece que hablaran entre amigos.
La vulnerabilidad no cotiza
¿Qué pasa con las emociones de los varones cis? ¿Cuántas veces hablan de lo que sienten entre pares? ¿Cuántas mujeres repetimos esa desconexión para seguir produciendo, en medio del sangrado, del duelo, del desamor? Alguien me dijo una vez: el cazador no puede pararse a sentir porque, si lo hace, se lo comen crudo. Las metáforas evolucionistas siguen funcionando a contramarcha.
La masculinidad siempre estuvo herida. La ilusión de que las nuevas generaciones son más sensibles se diluye muchas veces en la experiencia: las emociones de un varón son un asunto misterioso hasta para él mismo. Por otro lado, ahora pareciera que se le agregan más presiones a ellos, más exigencias sociales y familiares que en el pasado. En este panorama, las mujeres buscamos la integración de los deseos, aspiraciones y vínculos, y frente a esto, muchos tipos están desencajados.
Por su puesto que hay excepciones y ascendidos. Recuerdo ese momento exótico en el que un amigo me pidió que le dijera todo lo que sentía después de un desencuentro. Lo miré consternada. A veces, la vulnerabilidad no cotiza alto ni en las relaciones más cercanas. Hasta quienes se plantean la incomodidad de salir de la razón para avanzar hacia el reino de sentir (desde el cuerpo, no solo el placer o la euforia del gol), pareciera que tienen una sacudida interna y primal, cultural o heredada, de no poder bajar de esa estatua ecuestre demoledora.
Si hay algo que viene a traer el feminismo es también un despertar de la vulnerabilidad masculina. Muchas de nosotras creemos que venimos a hacerles un favor, pero el favor tal vez pueda ser mutuo. Si el famoso patriarcado encuentra en el baile de las tesis una grieta, tendría que ser liberador para varones por igual.
Porque a todo esto, con siglo XXI en marcha, estamos de acuerdo en educar en inteligencia emocional, pero el trabajo más pesado siempre empieza en el lugar más intransitable: ese que Georges Bataille llamó la experiencia interior. Nadie tiene muchas ganas hacerlo, pero rinde. Cuando se entra por ahí, cualquier seguridad que se tenga empieza a deslizarse como en el ripio. Aunque no parezca, eso es empezar bien. La vasectomía de emociones como práctica quirúrgica cultural no es exclusiva de los que llamamos varones. Sentirnos raras y querer aullar, tampoco.
*Nota en colaboración con Agenda Feminista, revista cultural con perspectiva de género