Una piba en un picadito, en una esquina de un barrio italiano de San Isidro. Una piba de seis años que patea con fuerza la pelota y juega con varones en 1971. Su primer recuerdo es en la cancha, con su papá y su abuelo durante el primer campeonato de Vélez. Varios años después, Mónica Santino sería la número 5 en All Boys y cumpliría el sueño de jugar cuatro campeonatos de AFA. Hoy, con 57, muchos potreros, partidos, marchas, campeonatos y años de activismo después, es la Directora Técnica y entrenadora de La Nuestra Fútbol Feminista, el equipo integrado por mujeres y diversidades en el barrio Mugica, ex Villa 31.
Por Florencia Da Silva
La cancha Güemes, una de las principales del barrio, tiene el ancho de una cuadra y el largo de dos. Sobre ella corren les niñes, las pelotas saltan y los perros colados intentan atrapar ese trofeo que todes quieren tocar, patear, hacer jueguito. La Güemes está casi en el medio del barrio, a pocos metros del reciente Mc Donalds, y en sus cuadras cercanas se encuentran diversos puestos de comida que fueron enriquecidos por quienes migraron, en su mayoría de Paraguay, Perú y Bolivia. A la cancha la rodean torres de pequeñas casas, unas sobre otras, salpicadas de rojo, amarillo, azul, verde o ladrillos o chapas.
Ellas, las entrenadoras, se reúnen en una casa que está pegada a la cancha, minutos antes del entrenamiento, para hablar sobre los proyectos y las ideas que tienen para La Nuestra. Están Mónica Santino, Majo Figueroa, Enriqueta Tato. Hablan del fútbol feminista villero para todes. Hay una pizarra con palabras claves, algunos libros de deporte y género, y pelotas enroscadas con pecheras dentro de bolsas de red. En La Nuestra también están Jimena Aon, Isabel Lugones, Anahí Martiarena, Candela Santise, Juliana Román Lozano, Constanza Rojas y Milagros García. Algunas de ellas están dando clases a las más pequeñas y otras todavía no llegaron porque tienen otro horario con las mayores.
—¿No saben que estamos a las 6? Entremos porque si somos más, se van a ir— Dice una mujer de pelo canoso largo enrulado, con pantalón deportivo y campera negra inflada. Lo dice Mónica, porque está lleno de pibes ocupando el espacio y sabe de la potencia de estar agrupadas.
Desde hace 15 años, La Nuestra pisa fuerte la cancha. Jugaban solo en la Güemes, que en aquel momento era la tierra, sin alambrado que marque límites, sin tribuna, sin gradas. Al principio fueron alrededor de ocho mujeres jóvenes del barrio. Comenzaron sus entrenamientos dos veces por semana. Pelearon por el espacio. Se apropiaron del territorio, aunque eran pocas, pero estaban decididas. En 2007 abrieron el juego para quien quisiera venir a jugar. Tuvieron que insistir en que se respete su horario y su espacio. Llegaron a pelearse casi cuerpo a cuerpo con los varones que se resistían. Volaron palos, piedras. Se fueron sumando cada vez más personas. Las defendieron. La conquista territorial se estaba gestando.
—Cuando llegamos nos encontramos con el hecho de que jugar en esta cancha era muy difícil. Los varones seguían jugando, peloteando arriba nuestro, como si no estuviéramos ahí—relata Mónica desde la tribuna, desde las gradas.
Los martes y jueves a la tarde son de ellas, niñas, mujeres y personas del colectivo LGBTIQ+. Están las Minis, Las Cadetas, las Juveniles, las Mayores. Las pequeñas, las que acumulan años creciendo junto a la pelota, las que no les gustaba tanto el fútbol pero fueron a probar, las que ahora están en River, en San Lorenzo o en All Boys, pero que se hacen un hueco para ir a jugar en el barrio. Están ellas, haciendo la suya. La nuestra.
—El entrenamiento excede por demás lo deportivo. Muchas chicas no tienen al fútbol como una pasión incorporada, sino que vienen acá justamente a distenderse y a disfrutar del espacio como un espacio social más— cuenta Isabel Lugones, profesora de Las Cadetas, jugadora y militante lesbiana feminista.
Para las chicas lo importante es el juego. Todo lo demás rebota de manera inevitable. Las profesoras y directoras técnicas llevan al fútbol feminista a cada pelota que tocan. La intención no es replicar el juego de los varones, que arrastra algunas estructuras violentas y patriarcales. La idea no es ir a destruir al otre en la cancha y lucirse individualmente, sino que es jugar en equipo y parar la pelota para pensar si hace falta.
—Lo que nos permitimos, sobre todo con las más peques, es jugar. Ponemos en práctica ese derecho al juego. Intentamos construir espacios seguros, donde circule la palabra. El fútbol es un deporte de contacto y quizás hay microviolencias que se detectan en el fútbol masculino que intentamos no reproducirlas acá. Creamos alertas en el grupo. Si escuchamos algún insulto, algún golpe que sabemos que es a propósito, se crea esa alerta, se charla, hasta donde sea— expresa Jimena Aon, entrenadora de Las Minis e integrante del Colectivo de Educacion Popular “Co.Co.In”.
El cielo se volvió violeta en Retiro. Los grados bajaron. Ellas y elles se fueron sumando prendas, con el correr del viento y del frío. A los entrenamientos no faltan. Una de las nenas puso la alarma para despertarse de la siesta e ir a jugar a la pelota. Entran a la cancha picando y entre risas. Escuchan a las profes, que las reciben con abrazos y preguntas que buscan saber cómo están. Trotan alrededor de la cancha, practican con conos, corren para medir la velocidad. Es la hora de jugar. De una bolsa de red salen las pecheras fluorescentes y las pelotas.
—Cuando revisás la historia de los deportes, las limitaciones para mujeres y diversidades eran gigantes. Lo que ocurría acá era eso y había que sobreponerse. De nuestra parte hubo una pedagogía que tiene que ver con el estar. De ningún barrio te podés ir, si tenés intención de transformar algo. ¿Cómo no íbamos a poder jugar? Y sobre todo en los barrios que, a nuestro juicio, es de donde nace el fútbol. Por lo menos en Argentina. ¿De dónde salen los mejores jugadores de fútbol? Suele ser en los barrios. Las mejores jugadoras de fútbol también salen de los barrios— explica Mónica.
Desde la tribuna hay niños que miran. Las pibas practican pases con los pies y la cabeza. Les dicen que tengan cuidado, que toquen la pelota con el costado de la cabeza, así no se lastiman. Se ríen ante algún tropezón inocente. Como hace frío y viento, llevan buzos y muchos de ellos tienen en la espalda una estampa que dice: Me paro en la vida como en la cancha. Los hicieron las compañeras de La Nuestra.
—Hay una gran frase que nos sigue aglutinando. Una compañera la dijo en un taller. Me paro en la cancha como en la vida. Entendemos que en el fútbol necesitás de una para poder avanzar, y fuera de la cancha lo mismo— relata Santino.
La organización, con los años, se convirtió en una referencia para otros clubes que buscaban tener perspectiva de género. Se ha reconocido a nivel nacional e internacional que la labor en la cancha tuvo un efecto en las vidas de las personas que pasaron por La Nuestra. Compartieron el conocimiento territorial y sistematizaron la experiencia. La llevaron a charlas, ensayos, e investigaciones. Son un ejemplo y el ADN de La Nuestra se busca replicar en otros lugares.
—Me parece que tener un pie en el barrio y un pie en los encuentros plurinacionales, de mujeres lesbianas, travestis y trans, en los espacios feministas, más la trayectoria de cada una, y lo que aprendimos acá es fundamental. Así se fue construyendo esa identidad. No nos conformamos solo con jugar. Nos hacemos preguntas. ¿Por qué no podemos jugar? ¿Por qué una piba para poder venir tiene que terminar una cantidad de tareas domésticas? ¿Por qué da tanta felicidad tres pases a una compañera y meter un gol y que sea una celebración colectiva?
Mientras esperan para entrar al partido y protestan para que sea su turno, algunas nenas corren por los bordes del predio entre risas, otras hacen hablar a sus manos en un juego de palmas al ritmo de su cantar, y un par bailan y le piden a otra que grabe para subir a Tik Tok. Las profesoras miran el partido, pero de reojo las observan y se suman a saludar detrás a la cámara.
—A veces viene una piba porque estamos jugando a la pelota, no porque sea feminista y crea que sea un derecho. El colectivo gesta ese deseo y nos fortalecemos colectivamente. La Nuestra es algo que no termina nunca, cada vez somos más. No hay un horizonte posible, sino que seguimos y las personas que se suman vienen con esas ganas y convicción para que se sostenga en el tiempo, siga creciendo, tengamos un club, estemos en todas las canchas de la villa 31 y que no termine nunca— expresa María José Figueroa, entrenadora de las cadetas y Directora Técnica Infanto-Juvenil.
Una piba en una cancha, en el Barrio Mujica, ex Villa 31. Una piba que patea fuerte la pelota y se la ataja otra, que ya tiene la cara colorada de tanto correr. Una piba que llegó al club del barrio sin buscar mucho y encontró refugio. Una piba que juega con otras pibas.