Un país ahogado en agrotóxicos

Argentina reúne los peores récords en términos de uso de plaguicidas y su impacto sanitario. Los patrones del agronegocio siguen esforzándose por instalar que lo normal es respirar, comer y beber trazas de veneno. Que tener glifosato en el cuerpo no es una tragedia. Apuntalados por cada gobierno, facturan millones y acentúan el cáncer y los peores males en nuestros pueblos.

Por Patricio Eleisegui

Está hecho de nombres, el camino funesto del agrotóxico en la Argentina.
Identidades que son piedras talladas de una senda del desastre que cada año suma más y más kilómetros. El horizonte queda allá lejos para quienes controlan el negocio de vender venenos a costa del sacrificio sanitario de toda una población. Más de medio siglo intoxicándonos la vida, estos señores. Los últimos veinticinco años, auténtica edad de oro del biocida.
Como decía, está hecho de nombres, el camino funesto del agrotóxico en la Argentina. Identidades de niñas y niños como Nicolás Arévalo, Leila Derudder, Eloy Sharif, Rocío Pared, José Carlos Rivero o su prima Antonella, todos asesinados con plaguicidas en la última década.
Sí: asesinados.
Siguen con nosotros, afortunadamente aún con nosotros, Ludmila Terreno, Fiama y Ciro, Zoe Giraudo, por mencionar a la infancia sobreviviente. Ellos, todos, contaminados también en el mismo lapso en el que ocurrieron los crímenes anteriores. 
El camino funesto del agrotóxico en la Argentina se prolonga, además, sobre madres fumigadas como las incansables luchadoras del barrio Ituzaingó, en la provincia de Córdoba. Sobre Sabrina Ortiz y su batalla inclaudicable en Pergamino, otra capital bonaerense de la avioneta que escurre sobre la escuela rural.
Tal como ocurre, también, en Entre Ríos, Santa Fe, Córdoba, Chaco, Santiago del Estero. En el país agrícola en su totalidad. 
Al menos 5.000 escuelas rurales sufren pulverizaciones periódicas con agrotóxicos. Según la Red Federal de Docentes por la Vida, más de 700.000 niñxs y adolescentes “son fumigadxs en horarios de clase, mientras ejercen su derecho a la educación” en esos establecimientos.
Así nomás.
El techo de regalías que obtienen los dueños del negocio de los plaguicidas en la Argentina es una torre espejada a la que cada año se le añade un piso más. 
De ese grupo también hay nombres sobre los que reparar: Syngenta, Bayer Monsanto, Dow, BASF, Chemchina, Atanor, Dupont, FMC, UPL, Bioceres y Los Grobo, por mencionar algunas empresas del rubro, facturan cada año alrededor de 3.000 millones de dólares.
Los números de uso local de pesticidas, tal como expuse sucesivamente en Envenenados (2013 y 2017, Gárgola Ediciones) y AgroTóxico (2019, Sudestada), suben por ascensor junto con las ganancias de multinacionales y empresas de químicos que publicitan con orgullo su ADN nacional.
En la Argentina se pulveriza, promedio, al menos 10 litros de plaguicidas por habitante. Somos el país con mayor consumo de glifosato en el planeta, en términos de cantidad de población. Aquí se aplican de 12 a 15 litros por hectárea sólo de glifosato, según datos de la industria. Se combina con atrazina, dicamba o 2,4-D. 
Previo a la aprobación de la primera soja transgénica resistente al herbicida cancerígeno, en el verano de 1996, se aplicaban 3 litros por hectárea. Lo dicho: es un modelo adicto al veneno.
“Sólo en los últimos diez años se aplicaron más de 1.000 millones de litros/kilos de glifosato en la Argentina. Por ilustrarlo de alguna forma, equivale a un corredor de 800 kilómetros de camiones con acoplado, ubicados uno detrás del otro, cargados con el herbicida. Una hilera, por utilizar otro ejemplo, de vehículos de ese tipo extendiéndose desde Capilla del Monte, Córdoba, hasta Capital Federal”, me detallaba en mayo de este año el doctor Damián Marino, científico de la Universidad de La Plata (UNLP) y el CONICET, y experto clave en lo que hace al estudio del impacto socioambiental de los plaguicidas fronteras hacia adentro.
Sobre este territorio, el que habitamos, llueven glifosato y atrazina, como lo probó la misma UNLP. La cantidad de plaguicida que cae es 20 veces más que la que se precipita en Estados Unidos, imperio donde hasta la jardinería se atiende con pesticidas. 
En nuestras verdulerías 8 de cada 10 frutas y verduras que compramos vienen con residuos de agrotóxicos, según la misma casa de altos estudios. “Importa la dosis, que es baja”, ladran agrónomos y organizaciones del “commodity” que se exporta. La ciencia digna encarnada en profesionales como el mismo Marino remarca que esos venenos no tienen por qué estar ahí.
Ponen la mira, también, en cómo los actores de la comercialización de plaguicidas y transgénicos han logrado, en gran medida, imponer un discurso que naturaliza la presencia de estos tóxicos en alimentos, ambientes y cuerpos. Siniestros que, a puro medio de comunicación masiva, tratan de igualar el chorro de lavandina que uno echa para desinfectar el inodoro hogareño con ese “mosquito” para fumigaciones terrestres que todo lo baña con principios activos que integraron la fórmula de armas químicas. 
En Argentina, organismos como el Servicio Nacional de Sanidad y Calidad Agroalimentaria (SENASA) consideran que aún no hay evidencia científica y sanitaria suficiente para quitarle al glifosato el rótulo de inocuo. Aquí no se toma en cuenta que Bayer Monsanto, la propietaria del mortífero RoundUp, perdió todos los juicios internacionales que se le han iniciado por los graves daños a la salud humana que provoca su “matayuyo”. 
En Argentina organismos como el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA) dicen que adhieren a la bibliografía científica y los dictámenes internacionales que vinculan al glifosato con el cáncer. Pero en la práctica cotidiana estimulan planes y programas para el uso intensivo de herbicidas hasta en la horticultura.
El camino del agrotóxico también está construido a partir del sacrificio de infinidad de peones rurales anónimos que esta noche volverán a dormir en catres improvisados sobre bidones de plaguicidas. Tal como reconoció el Registro Nacional de Trabajadores Rurales y Empleadores (RENATRE), porque el tenor del delito era tal que no hubo forma de disimularlo, en varias oportunidades a lo largo de los últimos tres años.
Peones de y en provincias como el Chaco, ahí donde la cantidad de escuelas destinadas a la atención de niños que habitan zonas fumigadas y sufren inconvenientes cognitivos, además de otros tipos de retrasos, pasó de 12 a 70 establecimientos en una década.
Habitantes, también, de provincias como Entre Ríos, donde investigadores de la UNLP confirmaron que el glifosato aplicado en los últimos 25 años ya no se degrada. Los mismos expertos que constataron que sitios como Urdinarrain ostentan las más altas concentraciones del herbicida a nivel mundial.
La misma Entre Ríos de pueblos como San Salvador, capital nacional del arroz y uno de los territorios arrasados por el cáncer: 40 por ciento de las muertes son por esa enfermedad. Estudios de dos universidades nacionales confirmaron presencia de glifosato e insecticidas en el aire, el suelo y el agua de toda la ciudad.
El río Paraná, que bordea esa provincia, así como también Santa Fe, Corrientes, Misiones, Chaco y Buenos Aires, es otra víctima de la omnipresencia de los venenos. En sus aguas nadan, también, moléculas de glifosato y formulaciones de insecticidas. Así lo confirmaron el CONICET y la UNLP con asistencia de la Prefectura Nacional.
No quiero olvidarme de la experiencia científica del INTA y el CONICET que en 2017 arrojó que 8 de cada 10 peces monitoreados en aguas del norte de provincia de Buenos Aires presentaron contaminación con pesticidas. La labor comprobó presencia de 17 agrotóxicos diferentes en los tejidos analizados y se llegó a ubicar hasta 5 plaguicidas en un mismo ejemplar.
El cáncer une a Monte Maíz, en la provincia de Córdoba, con Trenque Lauquen, en el territorio bonaerense. Orinan glifosato en Mar del Plata, provincia de Buenos Aires, y también en Villa Constitución, Santa Fe.
No hay cura, mucho menos sosiego, para las heridas que abre el agrotóxico en pueblos y ecosistemas: prácticamente la totalidad de las gasas a base de algodón llegan a las farmacias con trazas del herbicida cancerígeno cuyo uso popularizó Monsanto. Lo mismo ocurre con tampones y protectores femeninos. 
De todas las marcas.
En la Argentina sin cifras oficiales del impacto sanitario que generan los pesticidas ni estadísticas públicas de uso de venenos, todo por la decidida voluntad de cada uno de los gobiernos que se han sucedido desde los años 90 para acá, los agrotóxicos y sus patrones también me mataron un amigo. 
Se llamaba Fabián Tomasi. 
Fue un peón y no un fumigador, como me ha tocado leer últimamente por ahí: y con su salud pagó el precio imposible que fija el agronegocio transgénico, con su propia existencia desgajada de vida, como pagan siempre los peones y rara vez los fumigadores. 
Entre otras dolencias, sufrió polineuropatía tóxica y trastornos en el sistema nervioso producto de su trabajo en la firma de pulverizaciones Molina & Cia. Contaminación con plaguicidas, la causa de todos los males, coincidieron y certificaron médicos y la misma ANSES.
Se llamaba Fabián Tomasi y pidió que no lo olvidemos.
Su nombre, también, es otra piedra tallada en ese camino de tragedias que el agrotóxico sigue sembrando de cuerpos en nuestro país.