“(…) No debe andar el mundo con el amor descalzo
enarbolando un diario como un ala en la mano,
trepándose a los trenes, canjeándonos la risa,
golpeándonos el pecho con un ala cansada,
no debe andar la vida, recién nacida, a precio,
la niñez, arriesgada a una estrecha ganancia,
porque entonces las manos son dos fardos inútiles
y el corazón, apenas una mala palabra.”
Armando Tejada Gómez, “Hay un niño en la calle”, 1958
Se cumplen 30 años del fallecimiento de Tejada Gómez, y 64 años de aquellos versos. Y el tiempo continúa reafirmando cada una de esas palabras con un presente que no habla de uno, ni de cien, sino de miles de niños y niñas en los que el asfalto, el cordón, la vereda, la plaza, y unas cuantas frazadas y mantas, se convierten en refugio. Si bien la problemática de los pibes de la calle es de las más angustiantes y que requiere la mayor atención por parte de quienes, con sólo tomar la decisión, pueden abordarla y cambiarles la vida, existe una realidad dolorosa que conlleva directa o indirectamente a que esto no cambie, y muy poco se hable: la indiferencia.
Por Jorge Ezequiel Rodríguez
Es tan notable cómo se han ido perdiendo ciertos valores humanos, que se llega al punto de que gran parte de la gente toma como natural el encontrarse en una esquina, o debajo de un techo itinerante, a unos niños que duermen a plena luz del día, o en la noche más fría. Es demasiado triste saber que para muchos eso ya forma parte del paisaje. Y no es una apreciación presuntuosa, es una realidad. Aquietar la marcha en cualquier barrio y observar cómo por el costado de unos cuantos pibes a los que solo se les ve la cara y los ojos cerrados de un sueño de vaya a saber qué deseo, desfilan a ritmo acelerado cientos de personas que no mueven siquiera la cabeza para tomarse el tiempo de comprender que lo que no ven, pero está, lo que deberían ver, pero lo ocultan; es algo que lastima. Es una de las mayores miserias que el sistema nos ofrece. Una miseria que desnuda la involución del ser humano en materia emocional, empática, sentimental, de valores, de su propio compromiso con su par, con la idea de comunidad, con ese propio ser humano que pareciera ser más parecido a una piedra que a un animal al que de seguro acariciarían sin dudarlo.
¿En qué momento, o bajo qué circunstancias, ideas y fracasos, se ha llegado al punto de naturalizar una de las problemáticas más urgentes? Podemos, por supuesto, culpabilizar al sistema que trabaja a diario y sin descanso para que estas cosas sucedan, para que se profundicen y no se solucionen, pero cada uno de los que pasa por al lado de estos pibes ha nacido con un pensante, con conciencia, con sentimientos, para poder contrarrestar todo aquello que a orden milenario indica la lamentable y mentirosa frase de que pobres hubo siempre, es natural. Por lo tanto, hay una explicación, existe una causa que no voy a descubrir, está calcada en los propios vientos del exterior, se visibiliza en los cuatro costados para quien quiera pensarla, oírla, y prestarle atención. Y ya no quiero que esta columna indague esas aguas, prefiero que se repiensen otras, expulsar lo que cuesta creer y entender, ese egoísmo de la artificialidad humana. Porque esa inacción duele, lastima, y nos mata de una u otra manera. Destina broncas, impotencia el sentido de vivir, y nos succiona el concepto de la tolerancia y la aceptación, porque ya no es pensar distinto, es no tener corazón, no tener sangre, ser una fría porcelana a la que no le importa si al de al lado lo ilumina el sol o lo moja la lluvia. Y mientras sentado escribo estas líneas, intentando que del vacío que me produce esto surja una conciencia, y mientras se leen estas líneas, hay cientos de pibes y pibas que están pensando dónde podrán dormir, qué conseguirán de comer, cómo llegarán a la mañana de un sol que, con suerte, puede brindarles un poco de calor. Y muchos de los que formamos parte del resto, que la suerte ocasional no nos llevó a ese rincón de estar afuera de todo, no se detiene ni un minuto a pensar por qué, por qué, por qué sigue pasando esto. Y entonces ya no creo demasiado, por más que me lo repita, en esa orden diaria del sistema para comprender la indiferencia y el silencio de mis pares a la hora de no hacer nada al respecto. Me cuesta encontrar una explicación que navegue por fuera de la propia sensibilidad humana, a la que no pienso desprestigiar, ni poner en duda, pero sí afirmar que esa sensibilidad está para quien lo decida, y no está para quien así lo quiere, porque en la mayoría de los casos se abandona el pensamiento sobre este tema a mediana edad (no existe un solo niño en el territorio mundial que vea a otro niño durmiendo en la calle, con hambre, y no le genere dolor), se ignora lo que ve, lo esquivan, lo asesinan con el silencio y el oportunismo, le buscan explicaciones más oscuras que su propio egoísmo, lo ponen al costado o detrás con la excusa individual de no sentir el frío que les recorre por el cuerpo cuando el mismo quiere gritar y su boca y mente lo intentan callar; o en los casos que sí los ven se les enciende la alarma de la delincuencia, y ese niño pasa inmediatamente a ser una amenaza, no una víctima. Y así se puede seguir retratando miserias sobre miserias, y el tiempo nos seguirá dando la razón sobre nuestra propia involución, ordenada, pensada y estimulada, pero también nacida del propio ser humano que se ama a sí mismo y a lo poco que lo rodea, sin importarle el dolor ajeno, la urgencia de las necesidades básicas, la muerte temprana y cruda, la multiplicación de todo este combo siniestro, y por otro lado con el saber que entre manos se tiene a la oportunidad de poder sentir sin ordenamiento y sólo apoyado en los propios sentimientos que cada uno de nosotros lleva consigo, y decidir, de una vez por todas, y sin demasiada valentía, pisar el barro, levantarse del sillón y de la palabrería, y hacer algo para cambiar esta realidad.
(…) Importan dos maneras de concebir el mundo,
Una, salvarse solo,
arrojar ciegamente los demás de la balsa
y la otra,
un destino de salvarse con todos,
comprometer la vida hasta el último náufrago,
no dormir esta noche si hay un niño en la calle. (…)
La poesía puede, en ciertos momentos, ser tan contundente como un abrazo o un golpe, como la sorpresa, o de modo directo, ser el puntapié de un todo, la gota que llena el vaso que de astillas fue creando su propio mundo para justamente salir a descubrirlo. La poesía puede leerse, recitarse, pero hay versos que deber pegar un grito, de esos que en la lejanía más lejana se sigue escuchando, sin necesidad de aplausos ni aceptaciones académicas. Armando Tejada Gómez lo gritó, porque él, además, era uno de ellos.
Imagen de portada: Javier Ferreyra