Recicladores. Lo que puede un cuerpo

Por Facundo Lo Duca

Son los verdaderos caminantes de la noche. Buscadores de todo aquello que la ciudad desprecia, los recicladores se ganan la vida a fuerza de hurgar y caminar sin descanso. En esta crónica de Sudestada, nos asomamos a la historia de una familia que, como tantas otras, se debate contra todo con un objetivo: llevar un plato de comida a la mesa de sus hijos.

Melanie arrastra por la avenida su cuarto bolsón de la noche hasta la camioneta de carga; luego, sus brazos flacos se estiran como un Cristo y sujetan la parte inferior con las rodillas flexionadas, el cuerpo tembloroso: está por levantar treinta kilos de cartón.
–Más fuerte, Mel, que le falta –dice la voz de su hermano desde la camioneta, y ella, exhausta, empuja el bolsón hacia arriba. En medio de la noche y un frío azul, empuja con los brazos, la cabeza, después el torso, con todo lo que puede un cuerpo.
Es una noche cualquiera de julio en el barrio de Recoleta, uno de los más pudientes y aristócratas de la Ciudad de Buenos Aires. Avenida Las Heras parece un río lumínico y tumultuoso de autos, semáforos y locales. Para muchos, la noche anuncia el fin de la jornada, el descanso luego de la rutina áspera del día. Pero para otros, el cielo oscuro es tan sólo el comienzo.
No hay un número exacto de la cantidad de recicladores (“cartoneros”) que trabajan habitualmente en toda la ciudad. Es que la mayoría pertenece a la “economía informal”, eufemismo habitual utilizado por el Estado para nombrar su déficit como regulador de empleo. En la provincia de Buenos Aires, durante la última sesión del Concejo Deliberante de Lomas de Zamora de este mes, se aprobó la creación de un registro local con la mira puesta en formalizar el trabajo de los recolectores urbanos. El objetivo es crear una mesa de trabajo con cooperativas y establecer políticas y campañas de separación de basura en las que puedan participar todos los vecinos para que, junto a los recicladores, se categoricen mejor los residuos y eso permita un mayor reciclaje.
En cambio, en la ciudad, su actual jefe de gobierno, Horacio Rodríguez Larreta, impulsó en el mes de mayo un proyecto (frenado después por la Justicia) para la quema de basura en hornos industriales traídos desde Europa, justificándose en una sola frase: “Sin cartón, se terminan los cartoneros”.

Foto: Bruno Grappa


–Larreta nos quiso prohibir, pero le salió mal. ¿Sabés cuánta gente se queda sin un plato de comida si se quema la basura?
Son las ocho en punto y Gabriel llega junto su familia en camioneta desde Lomas de Zamora, a 20 kilómetros de Recoleta. Estaciona en la misma esquina, como hace siete años. Bajan sus dos hijos: Luciano, de 18 años y Melanie, de 17, y también Graciela, su pareja. Descargan cuatro carritos y bolsones frondosos de hilo grueso, que usan para guardar y trasladar lo recolectado.
Gabriel dice que la imagen del cartonero está mal vista por la sociedad, que se lo relaciona con delincuencia, marginalidad y que la mayoría no piensa que puede ser un trabajo decente, como cualquier otro.
–Somos organizados. Abrimos sólo las bolsas verdes de reciclaje en los conteiners. Separamos en distintos bolsones el plástico, el papel y el cartón y después limpiamos cuando nos vamos. Incluso, las veces que llegamos y está todo desparramado o tirado, lo acomodamos. No queremos que después digan que es por nuestra culpa.
La familia, ahora, se divide en dos para trabajar. Luciano y Melanie, por un lado; Gabriel y su pareja en otro. Al finalizar, se encontrarán en un punto en común para cargar todo, volver a Lomas de Zamora y descargar y vender lo recaudado en una planta de reciclado. “Y no, claro, no me gustaría hacer esto toda la vida, lo hago para ayudar a mi viejo”, dice Luciano con voz pausada y las manos hundidas en una bolsa de consorcio. Es fornido y un poco retacón. Tiene que revisar tres conteiners a lo largo de la avenida, buscar si hay material reciclable, ponerlo en el bolsón y, luego, llevárselo a Melanie, que lo espera para hacer la separación correcta. Entonces, empieza.

Conteiner 1
Está en frente de una farmacia, la luz blanca y pulcra que sale del local clarea el color opaco de la basura. Luciano no habla, sumido en su tarea ignora todo alrededor, como si estuviese una oficina privada, un cuadrado hermético al costado de la avenida; cada tanto saca su celular y lo mira. El bolsón, de su misma altura, está acorazado con retazos de cartón en el interior para evitar que se ensanche demasiado y se resquebraje. Sus movimientos son mecánicos: saca una bolsa, la abre, separa lo necesario, la vuelve a meter. La secuencia se repite cinco o seis veces. El bolsón va tomando forma, se alimenta. Cuando termina, lo levanta de un tirón para colocarlo en el carro y sus brazos se contraen en una pelota de músculo.

Conteiner 2
–Hola, me sobraron de hoy, ¿las querés?
Una señora sale de un local de ropa y lleva una bandeja con cuatro empanadas; una parece mordida. Luciano la mira de reojo con una expresión gélida y, sin decirle nada, vuelve al tacho de basura. Si hubiera un subtítulo para su cara, diría: “No quiero tus sobras, gracias”. La señora se va. Él sigue revisando. La traspiración le brilla en la cara. Se saca el buzo y queda en remera; el viento de un invierno crudo parece no molestarle. Hace una pausa y se limpia las gotas de la frente con el codo. Termina y enfila por la vereda hacia su tercera parada, tirando del carrito, ocupando casi todo el paso, con el bolsón más pesado y auroras de sudor en la remera, ahora húmeda.

Conteiner 3
Una camioneta Hilux bordea una playa, el sol entra por las ventanillas bajas y una sensación cálida, de paz, lo invade, mientras mira la bruma espumosa del mar que rompe en una escollera. Es la imagen que Luciano sueña, dice, si le dieran a elegir:
–Me gustan la mecánica y los coches. Aprendí con mi viejo, ayudándolo a arreglar el de él, después manejando un poco. Quiero estudiar inyección electrónica el día de mañana. La Toyota Hilux me vuelve loco. Por acá pasan seguido.
Son las nueve de la noche. El bolsón ya rebalsa. Hay botellas de gaseosa, cartones, diarios. Del borde superior cuelgan pequeñas sogas para hacerle un nudo y cerrarlo. Guarda un último envase plástico y con las manos gruesas ciñe las sogas hasta formar un nudo.
–Paquete listo.
Melanie está agotada. Mañana tiene escuela temprano, es la única de su clase que sale a recolectar. Dice que sus compañeras no se la bancarían, que son de otro palo. Se apura en separar el material. Sus tres bolsones se llenan a buen ritmo. A veces se detiene cuando encuentra algo que le llama la atención. Unos aros, una crema corporal, auriculares.
–Encontramos cosas piolas de vez en cuando –dice con la cara en una bolsa–. Una vez agarré una caja de zapatos y estaba llena de celulares. Algunos funcionaban.
Con sus manos gráciles y pequeñas va terminado de plegar el cartón restante cuando, de repente, se desploma sobre una bolsa de consorcio, como si fuera un sillón. Lleva sus manos a la cara y, casi en un suspiro, se lamenta:
–Todavía falta cargar todo al camión. No doy más.

Gabriel lleva su celular a la altura de la cabeza; la luz lo ayuda a explorar el conteiner en lo profundo. Estira la cabeza cada vez más en el interior. Pero no se conforma; decide zambullirse. Apoya las manos en el borde y salta adentro, perdiéndose en el depósito de basura. Se ve un chorro de luz y a él, buscando tan detenidamente que parece un minero. Saca al exterior lo que va a encontrando: libros viejos, un mapa grande de África colonial, cd de música. Cuenta lo que pasó hace no mucho en este mismo barrio:
–Tiraron un bebé vivo. Lo encontró un reciclador; unos hijos de puta. Decí que apareció justito un colega, si no se lo tragaba el camión después.
El portero de un edificio se acerca. Le pregunta a Gabriel, que sigue adentro del conteiner, si le interesa la heladera usada de un vecino que quiere sacársela de encima. Dice que sí, que los repuestos siempre sirven y sale. Para llegar al edificio, primero hay que subir unas quince escalinatas. Sin dudarlo, levanta su carrito de un saque y se lo pone en el lomo como quien lleva una mochila, exigiéndose. La frente se le frunce en trazos rectos, la boca se le tuerce. A paso lento, sube cada peldaño y camina hasta la entrada. Minutos después baja por otro lado, con un lavarropas macizo, y en su cintura siente un crujido. Frena y descansa con las manos presionando la zona lumbar.
Aún le faltan dos conteiners más por revisar.

Imagen: Bruno Grappa

Ahora la familia se reúne para cargar todo en la camioneta y regresar. Graciela, la madre de los chicos, se descompuso ni bien empezó a trabajar y ahora descansa adentro. Son ocho bolsones de más de 25 kilos y el lavarropas, de unos 80. El trabajo en equipo se activa. Gabriel, desde arriba, en la parte trasera, recibirá lo que Luciano y Melanie le alcancen para acomodarlo. Primero el lavarropas. Lo arrastran con el carro hasta el borde trasero del vehículo, lo sujetan de abajo, Gabriel de arriba, y empujan con todas sus fuerzas. Luego, para los bolsones, cambian de lugar y Luciano se encarga de recibir. Pero su padre siente que la cintura le quema y desiste. Se sienta a un costado. Melanie intenta sola, abraza el bolsón y levanta; cada vez más leve, como venciéndose, entre alientos de su hermano, hasta que las manos ásperas de Gabriel aparecen, se suman las de Graciela, que bajó recién, y entonces empujan, al costado de la noche y en uno de los barrios más conservadores de la ciudad, empujan con seis brazos, con la cabeza, el torso.
Con todo lo que puede un cuerpo.

Esta nota fue publicada en la edición N° 155 de Revista Sudestada