Un nuevo ciclo de Nina Ferrari poniéndole la voz a las voces de lxs autorxs del conurbano, a escritorxs de los bordes, esos que no están en el centro de la escena, pero que existen a lo largo y a lo ancho del país. A ellxs queremos darles este espacio, desde Editorial Sudestada, continuar el camino que inició Hugo Montero: reivindicar el arte popular y darle lugar a las voces que están por fuera de los circuitos culturales hegemónicos. Así como el neoliberalismo propone mercantilizar el arte a través de la cultura del ego y la supremacía del individuo, nuestra resistencia propone redistribuirlo todo: hasta la belleza.
Por Nina Ferrari
“DICEN QUE VA A LLOVER” de Matías Sapegno
A las cinco de la mañana hacía mucho frío, pero la gente ya estaba en la yerra. En un tablón había caña Legui, whisky, cerveza, petacas Tres Plumas, dos damajuanas de vino. Sobre una puerta vieja que hacía de mesa había pasteles, pastafrolas de membrillo y de batata, tortafritas y budines. El dueño del campo era el papá de nuestro amigo. Nos hacíamos los guachopistola y chupábamos. Nos empezamos a desafiar para ver quién se metía al corral grande a pialar, a ver quién era el más cojudo. Marcelo entró primero y un ternero le dio un topetazo en los huevos que lo hizo vomitar. Nos revolcamos de la risa. Los paisanos miraban de reojo y comentaban por lo bajo. Claudio saltó el alambrado y, del pedo que tenía, quedó a mitad de camino y casi se ahorcó. Felipe se meó de tanto reírse. A las nueve, yo también estaba bastante mamado pero me daba pudor meterme en una fiesta ajena. Qué iba a hacer con el lazo, si nunca había usado uno. Dale, cagón, me habilitó el papá de nuestro amigo. Pasé el alambrado justo cuando del otro lado del corral entraba un paisano morocho, camisa blanca y pañuelito rojo. Tenía bigote fino y una contextura robusta que le llenaba la ropa hasta el límite. Me dieron unas indicaciones y empecé a revolear la soga. Le erré una, dos y seis veces. La última, pensé, y tiré el lazo justo cuando hacía lo mismo el paisano que entró conmigo. Mi lazo se enredó con el suyo, que iba derecho a las patas de un ternero. La cara del hombre fue de la confusión a la furia. De afuera llegaron algunas risas. Solo pude mirarlo y levantar los hombros, con el pial todavía en mis manos. Intenté sonreír, como pidiéndole que no se calentara. El paisano se dio vuelta y se fue. Mientras cruzaba el alambrado, un compañero le dijo algo y le señaló el centro del corral. Él revoleó una mano como espantándose una abeja, pero en realidad me estaba mandando a la mierda. Nosotros seguimos chupando. No me iba a amargar un gaucho pelotudo. Como a las dos de la tarde sirvieron las criadillas, las achuras, los chorizos y los costillares. Ahora sí, el vino en todo su esplendor. Al rato, algunos se echaron debajo de los caldenes para hacer una siesta. No me entraba nada más. Para hinchar las pelotas, a un par le hice cosquillas en la oreja con una pajita y a otro le até entre sí los cordones de las zapatillas. Me fui a cagar a un montecito de chañares que estaba medio alejado. Cuando hacía ya un tiempo que estaba en cuclillas, sentí olor a sudor y vino. Enseguida escuché:
—Yo te viá’ enseñar.
Me pasó un lacito de cuero por el cuello, me agarró de los pelos y me arrastró monte adentro. Yo todavía tenía los pantalones abajo y así me ató, fuerte, a un tronco. Con el culo sucio en la tierra. Me metió un repasador grasoso en la boca y me pegó un bife, con una mano dura y seca como una tabla de cortar.
—No hay que meterse en cosas que no son de uno, ¿vio? -me dijo y se fue.
Quise llorar pero no pude. El trapo me rozaba la campanilla y me daban arcadas. Respiraba por la nariz. Pasó la tarde y, cuando los bichos ya me estaban volviendo loco, vi aparecer a mis amigos, medio agachados para esquivar las ramas.
—¡Eh, acá está el pajero! -avisó Oscar.
Los cuatro se acercaron y se quedaron mirándome. Quería decirles que me sacaran el trapo, que me desataran, que me espantaran los tábanos. Marcelo fue el primero que peló y empezó a mearme. Los otros se sumaron, sin decir una palabra. Con los ojos cerrados, escuchaba sus risas. El repasador se iba mojando. Eran meadas largas y olorosas, calientes. Cuando terminaron, me aflojaron la soga.
—Dale, boludo, vamos. La gente ya se está yendo.
Nací en 1974 en Santa Rosa, La Pampa. Escribí “Paciencia de buey. Cuentos, crónicas y un poema” y, con distintas personas, “Capital Pampeano. Un espacio de reflexión para el desarrollo”, “30 Líneas. Una guía para pensar y escribir en las agencias de noticias” y “Biografías Pampeanas”. Mi cuento “Gusto a tierra” obtuvo el quinto premio en un concurso de cuentos cuyo jurado integraban Angélica Gorodischer, Ana María Shua, Edgardo Cozarinsky y Martín Caparrós. En 2005, con la dibujante Azul de Corso, ganamos el primer premio del 8º concurso de cuentos infantiles ilustrados de la Diputación de Badajoz, España, por “Los días y las noches de Jamil y Jasan”. En 2022, en edición artesanal de Ensoñación (El Calafate), publiqué 50 ejemplares de mi libro “Guanacos y otros cuentos brutos”, textos que nacieron en pandemia gracias al taller de Mariano Quirós.
“LA MANCHA” de Nicolás Teté
Es como una mancha que me persigue, estoy viendo una película y aparece, como atrás. Me doy vuelta para ver qué es y no está más, porque es como que la mancha está en el ojo. Por momentos aparece, me asusto y me desespera porque no puedo dejar de verla pero tampoco sé bien qué es.
El oculista de la obra social me pasó por distintas máquinas de esas que sirven para ver dentro de los ojos y que a mí me ponen súper nerviosa. La peor parte es mantener el ojo abierto mientras el puntito de luz se acerca. Una vista perfecta dijo que tengo. Le pedí unas gotas o algo y no me quiso dar nada. Le exigí que me explicara qué es la mancha pero me dijo que no es un problema de mis ojos. Seguí sentada y él no me decía nada. Hasta que lo dijo. Cansado y con ganas de que me vaya me dijo: Bueno, no mires televisión, ni uses la computadora, ni vayas al cine por una semana. Al irme me pidió que dejara la puerta abierta así pasaba el siguiente paciente.
Cuando le conté a mamá se rio, ella piensa que estoy loca, siempre me dice lo mismo, que me tranquilice, que me relaje, que no me preocupe por cosas sin importancia. No estoy loca, solo que mi cabeza piensa mucho, ese es mi problema. Ese es tu problema, me dice mi mamá y me receta unas meditaciones que ella hace por YouTube, caramelos para el alma o algo así se llama el canal. Me regaló un libro para colorear mandalas así me entretengo sin mirar pantallas.
No, no puedo ir al cine. No me deja el oculista. Mirá, Federico, yo voy al cine encantada con vos pero justo esta semana tengo prohibido acercarme a pantallas. No me creas. Te juro que es verdad. Te lo juro por Dios o por lo que tengas ganas de que te jure. No, no creo pero respeto a la gente que cree y en nombre de ellos lo hago. Sí, si me llamás la semana que viene yo puedo. Beso. Odio decir beso, antes lo que hacía es el ruidito del beso, hasta cuando llamaba un radio taxi. Hola, mandame un móvil a Soler y !ames. Muak.
La mancha no deja de perseguirme y al no poder ver pantallas no tengo forma de relajarme, pensar en otra cosa. Escucho la radio pero igual la mancha está. Tengo que ocupar mi cabeza estresada, me pongo a cocinar y decido armar un microemprendimiento, vender budines. Compro distintas harinas, frutas, chocolate y me empiezo a cocinar. Hago de distintos sabores y texturas. Hasta unos sin gluten para que me compre Romina, mi amiga celíaca.
Organicé una merienda en casa con todos mis amigos más cercanos para darles de probar y venderles los budines. Me pareció la forma más productiva de vivir esta semana sin pantallas. Por suerte todos compraron, salvo Florencia que está haciendo dieta, ella siempre hace dieta. Cuando pueda volver a la computadora voy a hacerme una página de Facebook y vender budines online. Tengo que ver cómo hago el delivery. Papá se enteró del tema de los budines y me reclamó que no me ponía las pilas con mi tesis. Supuestamente ahora tengo que hacer eso, mi tesis. Papá me paga mis gastos para que yo tenga mi tesis y le lleve a casa de una vez por todas el título. Capaz la mancha es producto de la presión por eso.
En el balcón descubro que comenzó a crecer una planta con un olor horrible. Romina me puso una se milla de marihuana en una maceta y prendió. Es in verosímil que esa planta crezca, tengo todo el balcón seco y quemado. No crecen ni las suculentas. Si creció es una señal de que la necesitás me dice Romina. A mí me hablás de señales y me convencés de cualquier cosa. Ahora estoy cosechando la plantita. Leyendo en blogs cómo es el proceso de secado y limpiando unos frasquitos para guardar la producción. En estos meses dejé de ver la mancha. De un día para el otro, sin darme cuenta, puse la cabeza en otro lado y desapareció. Los budines se venden muy bien, papá y la tesis siguen esperando.