¿Por qué se suicidó el héroe de la Segunda Guerra Mundial?

Por Pedro Solans

Alan Turing falleció en 1954, envenenado con cianuro. Siempre creyó que las máquinas piensan. Aunque no existen certeza sobre lo que se relata en este apartado, ya que nadie podría confirmar la veracidad de los hechos que se describirán, aparentemente Alan Turing habría entregado, en 1950, sus “códigos para los seres desconectados de la Inteligencia Artificial.” Eran detectores de agentes sin forma que mutan a control remoto. Probablemente sus hallazgos no fueron comprendidos en ese momento, no solo por haber sido formulados a destiempo, sino también por hacer referencia a proyectos aeroespaciales que, lo que es peor, quizás tampoco ahora lleguen a comprenderse en profundidad, pues para mucha gente no pasan del estatus de delirio. No obstante, a pesar de la incredulidad de muchos, y a riesgo de pisotear la tan preciada cordura, es necesario contar acerca de los conocimientos de Alan Turing.
Los rastreadores dirigidos por Turing expandían espacios en el universo, eliminando ocupaciones. El hallazgo fue revolucionario y Alan estuvo muy cerca de descubrir la fórmula de Dios. Su descubrimiento permitió ubicar seres con precisión nanométrica en lugares determinados y con sus respectivas naturalezas.
La caja negra que utilizó nunca fue hallada, aunque se la buscó hasta el cansancio. Para la comunidad científica no es más que un mito y se descree que haya dejado algo valioso fuera de la Universidad de Mánchester. No obstante, los científicos admiten la existencia de una compleja proteína diseñada 3.000 años antes de Cristo, que increíblemente llevaría la autoría de Turing.

¿Cómo se entendería esto? Aparentemente, a espaldas de la ciencia oficial, habría intervenido con sus algoritmos para desnaturalizar la cadena de aminoácidos, rompiendo, además, con el tiempo y el espacio.
Con su aporte fue posible diseñar diversos entes, como virus y sus correspondientes cepas, y fueron varios los países que aprovecharon sus hallazgos mientras los ingleses estaban distraídos saqueando muertos y condenando homosexuales.
Los códigos estuvieron al alcance hasta de quienes se hurgueteaban los oídos con el dedo meñique, se introducían el índice en las narices, o se chupaban los dedos. Es decir, al alcance de cualquiera.
La dinámica de trabajo de un hombre caótico como Turing fue compleja. Sus estudios le hacían hervir la sangre. Sabía que provocaría situaciones irreversibles donde millones de seres humanos engrosarían la papelera de una nueva realidad. Presintió una revolución a la inversa. Vislumbró el peligro.
La caída del imperio de los fósiles y su jugo, su oro negro, podría ser peor que la caída de Alejandría con la peste de Cipriano en la segunda mitad del siglo III. El derrumbe del impostor de la democracia perversa podría ser más calamitoso que el desbande que produjo la viruela en Roma, porque la estampida involucraría al planeta y a todos sus satélites.
Turing sostenía que había que comunicar urgentemente todo esto, de la forma que fuera, antes de que invadieran los innombrables. Alentaba a no perder oportunidades. “Las conexiones nos mantendrán vivos”, escribió, apurado por sus debilidades. Creía que se debía pelear por el espacio, no tanto por el tiempo, aunque consideraba a ambos como exabruptos del humor de Dios. De joven los combatió y reclamó a viva voz su destrucción. Sin embargo, antes de suicidarse aceptó conversar con ellos, tal vez porque nunca en su vida fue capaz de obviarlos. Los sintió condensarse en el cuerpo, sintió al tiempo marcar el ritmo de su entrecortada respiración y pensó que, mientras conservara el aliento, existirían a su pesar. Hasta para morir debía pedirles permiso. El suicidio sólo era posible por ellos.

La máquina

La máquina de Turing fue expropiada. Pasó por varias manos hasta que terminó gerenciada por el picarón, mentiroso y simpático Bill Gueit, quien se disfrazaba de filántropo cada vez que avanzaba sobre el Cosmos. Era el gurú de su propia fabricación y vocero oficial de lo que se venía.
Las nuevas y asombrosas tecnologías que desarrollaron sus empresas, basadas en las viejas y profundas desigualdades, iban a ser determinantes en el próximo holocausto.
Bill Gueit no se cansó de decir “los amo” mientras sus soldados extirpaban cerebros.
No olvidemos que los restos de Morcom fueron cenizas esparcidas en el aire de Londres y ya no existían, en tanto que Bill digitaba todo desde los Estados Unidos. Hay diferencia con la Amberes de la Edad Media. En la tumba de Morcom, alumnos de matemática y física escribieron: “Alan, Alan, Alan, luz que se cuela por la grieta de muros que ya no están, y dibuja letra por letra los mensajes de las palomas que vuelan en pantallas de colores. La espontaneidad no dejará de florecer y la física seguirá explicando conductas diversas”.
Turing habló por última vez en 1952 sobre lo que había descubierto. En la revista de la Sociedad Real londinense se preguntó con desfachatez cómo podía ser que nadie se diera cuenta de lo que iba a ocurrir. En papeles hechos de aire escribió:

“El embrión esférico avanzó en formas complejas y, como un virus, navegó por el aire al hombro de un huésped y se convirtió en millones de células dañadas. El supuesto origen está en las repeticiones de ciertos códigos en las generaciones posmilénicas”.
Denominó “morfógeno” a su idea productora, sin ánimo de otorgarle un significado exacto, y de la misma manera lo hizo con los genes, con los virus y con las hormonas. Ensayó la simulación de un ordenador de patrones para mostrarlos en convulsiones, y también demostró cómo podría detener una pandemia, una guerra o un exterminio.
Es cierto que fue un hombre sensible, débil y con una salud deteriorada, pero ofreció su alma antes de que lo saquearan, cedió sus conocimientos para reordenar largas cintas de aminoácidos y sus glucosas, y salvar así a los condenados.
Si volviera, es muy posible que desconfiara de quienes ejercen el control; quizás guardaría silencio ante los cerebros escondidos en noticias distorsionadas. Recordaría la sospecha que encarnó después de las grandes guerras, y también los sufrimientos que produjo la ira por ciertas ideas.
Sus discípulos recuerdan la poesía ilegible de su alma, y la comparan con esas locuras que se inflaman detrás de los errores y de las hormonas foráneas. Sufría mucho cuando veía cómo los soldados masacraban seres sufrientes y disparaban armas pesadas a diestra y siniestra con el pretexto de matar virus en el aire. Lloraba por las detenciones a mansalva, ordenadas por policías que buscaban cargas virales en la vía pública. Se indignaba con las sentencias de los jueces, y sentía impotencia ante las internaciones de seres indefensos en nosocomios inhumanos, ante las recetas médicas insensatas, ante las producciones industriales de la nada, cuyo único objetivo era robustecer los poderes oscuros.
Sufrió también el agobio burocrático de las bancas, las amenazas de las deudas y el mote de deudor. Sufrió cuando lo apuntaban con el dedo acusador por no cumplir al pie de la letra con el sacrificio inútil de los reglamentos escolares, con los caprichos de los enseñadores de las buenas costumbres, que consagraban méritos y castigaban diferencias.
Sudó sangre cuando se enteró de que a su madre le habían robado la niñez desde que tuvo que salir a trabajar a los seis años; y se volvió loco al ver cómo también le robaban la vejez, a los setenta y cinco años, cuando le confiscaron sus pocos ahorros.
Se perdió en su soledad y anduvo a la bartola, ostentando la generosidad de los demonios.