Por Bárbara Lorenzo
Empecé con contracciones. Era madre primeriza, tenía 23 años y miedo. La frase “es un parto”, con connotación negativa, amenazaba una parte de mí.
Fui a una clínica privada, hermosa, blanca y fría…
Me sentí segura, estaba en manos de quienes sabían e iban a cuidarnos.
Llegó la partera, me hizo tacto, me rompió la bolsa. Las contracciones comenzaron a dolerme mucho más. Al ratito y luego de muchos tactos, entró a la sala, me indicaron cómo y cuándo pujar. Hice fuerza, me dolía la vida, escuché instrumentos quirúrgicos, conversaciones de algo que no escuché bien. Nadie me preguntaba cómo estaba, cómo me sentía, si me dolía.
Me pusieron anestesia, sentí un frío que recorrió mi columna y me inundó el temor. Con 23 años estaba sentada en una sala de operaciones, desnuda, con un ambo, luces que me dejaban ciega, y mi hijo queriendo salir…
Llegó el médico. Solo me dijo hola, se puso sus guantes.
Pasaba el tiempo y seguía pujando. El médico me dijo que a mi hijo le estaban bajando las pulsaciones. No entendía, le pregunté si estaba bien. Me respondió que eso no era bueno. La partera me dijo que puje mejor y más fuerte. Yo no podía más. Sentía miedo por mi bebé. No dejaba de escuchar pulsaciones y de verlas en una pantalla.
Mario, el obstetra, me dijo que tenía afuera el equipo de cesárea, que estaban por entrar. Lloré desconsolada, le rogué que no me corte, que yo podía parir, que podía hacer más fuerza si él quería pero que no me corte. Me respondió que tenía la última oportunidad de pujar fuerte, que si mi hijo no nacía, entraban y me hacían cesárea de urgencia.
Hice la fuerza más grande que hice en toda mi vida. Sentí romperme en mil pedazos, física y emocionalmente. Silvia, la partera, se subió encima mío y me apretó la panza mientras yo pujaba. Recuerdo ver mi panza a punto de explotar y cada una de sus venas, y a ella presionando sin problema.
Nació mi hijo, vi su carita y todo alrededor se borroneaba. Solo me concentré en un cuerpo saliendo de adentro mío, quedé suspendida en el aire, solo me sacó de ese estado un grito de “no puede quedarse ahí, seguí pujando”. Pujé un poco más y vi el cuerpo entero de mi hijo. El médico lo agarró, lo miró. Mi hijo se caga y el médico se ríe. Yo solo quería abrazarlo, sentir su olor, darle un beso. Me lo acercaron dos minutos, le di un beso. Vi sus ojos enormes mirando para todos lados y lloré.
Después se lo llevaron. Le dije a su papá que lo siga, que por favor no lo pierda de vista y que me lo devuelva.
Mientras esperaba, vi una aguja y un hilo. Al médico agachándose entre mis piernas. Le pregunté que iba a hacerme. Me dijo te voy a coser. Le pregunté si me desgarre, y me respondió: “te corte nada más”.
¿Nada más? No tenía idea en qué momento decidió cortarme el periné, sin preguntarme ni explicarme porqué. Me cosió, la anestesia no me dejaba sentir nada, lloré en silencio, no quería que me cosan, no quería que me corten el cuerpo, quería a mi bebé conmigo. Después me lo mostraron y me pidieron que vaya a la habitación, que luego me lo llevaban.
Me fui muy confundida. El cuerpo me temblaba. No lo podía controlar. Tenía espasmos horribles. Seguía llorando. Solo quería a mi bebé.
Al rato me lo trajeron, me pregunté dónde estaba, qué más le hicieron, porqué lo separaron de mi….
Volvimos a casa. Esta idea de estar vivos sanos y juntos, por un tiempo me alcanzó, pero hubo un día en que tuve que afrontar y hacerme cargo que habían pisoteado nuestros derechos, que había sido víctima de violencia obstétrica.
Si sufriste violencia obstétrica y querés más información o apoyo podes comunicarte con @ovoargentina