Desde los 14 que estaba obsesionada con los tipos más grandes. Veía Lolita, romantizaba la diferencia de edad entre hombres y mujeres, me sentía “muy madura para mi edad”, y demás clichés de una adolescente que se quiere hacer la distinta. Cuando cumplí 17 no esperé ni una sola semana para sacarme de encima la “virginidad”. Sabía, por las leyes de Argentina, que ya era oficialmente legal cogerme un treintañero.
Por Luci Rennella
El elegido fue Cristian, un barbudo hipster de Caballito que había conocido por Instagram. Tenía 34 años y era ingeniero informático. La primera vez que lo vi fue en una clase de CrossFit; quería conocerlo, deliberadamente, en un espacio público. Fui con la excusa de hacer deporte. En la clase no me gustó, me pareció viejo, con sabor a poco, pero estaba decidida: me iba a acostar con él, porque era grande y porque estaba ahí. A la vuelta me acompañó a casa. Me besó con ganas. Se despidió agarrándome fuerte y me dijo nos vemos.
Cuando llegué a su casa, unos días después, estaba nerviosa. Era plena tarde de verano, porque si iba de noche mis padres se darían cuenta de que había algo raro. El departamento era chico, sucio y caluroso; parecía de un veinteañero o adolescente más que de un hombre con todas las letras. Cristian se movía con soltura, y yo me sentía chica, muy chica. Tenía mi pollerita de jean, mi top amarillo preferido, mi pelo cuidadosamente planchado. Me sentía linda, y, aunque no me atraía, tenía que hacerlo. Puso algo de música, y comenzamos a besarnos.
Recuerdo el dolor, y recuerdo decirle que me dolía. Recuerdo tener que seguir. Recuerdo la sangre. Recuerdo a Cristian yendo a buscar una toalla. ¿Por qué quise seguir? No lo sé. Ya estaba ahí. Por lo que pareció una eternidad, escuché sus ruidos y sentí su placer mientras pensaba “esto, definitivamente, no es para mí”. Recuerdo mirar durante minutos la madera de la puerta de su placar, la lámpara en la mesa de luz, la toalla con sangre apoyada a mi lado. Y el dolor. Era sábado, quería estar afuera, quería estar haciendo otra cosa, cualquier otra cosa. Pero tenía que hacerlo. Ya estaba ahí.
Cuando terminó, se me acercó otra vez, me besó, y me preguntó, ya en el living, qué quería con él.
-Nada- le dije yo.
Se quedó tranquilo.
-Te llevo.
-No, me quiero ir en colectivo, me gusta tomar el colectivo. Chau.
-Chau.
-Nos vemos.
Sí. Nos vemos.
Apenas llegué a casa entré a la ducha. Mientras me limpiaba, me dije “sufrí un abuso”, y también “pero ya está”. Lo hice. Cogí. Con un tipo grande. Como quería. Me miraba los pies mientras me refregaba la piel, pensando en qué haría en lo que quedaba del día, hasta que la bañera se tiñó del mismo rojo que la toalla de Cristian.
Le pedí a mi papá que me acompañara a la guardia. El viaje fue silencioso. Creo que él sabía que algo andaba mal. Pero, como en lo de Cristian, preferí mirar para adelante, a la calle, a los pájaros, a donde sea.
En la camilla, acostada, la médica me metió su aparato y dijo “tenés un desgarro”. Ok. Gracias. Volví a casa. La vida seguía. Tenía 17, ya era grande, había cogido, me desgarré, pero bueno.
Después vino lo peor. La necesidad compulsiva de volver a revivir esa experiencia 5, 6 o hasta 10 veces más. De cambiar la mirada fija hacia el placar por la del Río de Vicente López desde un piso 17. De pasar de Cristian a Martín, de Martín a Pablo, de Pablo a Mateo. De no entender lo que es el placer. De fingir.
“Mirá que me gusta fuerte a mí, eh”, aclaraba Juan antes de que me hiciera vivir otra experiencia para la cual no estaba preparada. “Andate de mi casa”, en boca de Matías, minutos después de que solo él acabara. Enterarme de que Gabriel, un artista con quien había pasado la noche, había violado a una chica en Palermo a los pocos días de vernos.
La necesidad compulsiva de seguir y seguir. Porque eso se supone que tenía que hacer. Porque eso hacen las chicas. Las chicas libres y modernas.