El glifosato aniquila miles de vidas a poco más de media hora de la Casa Rosada. A la par del desastre que provocan Klaukol y el CEAMSE, las y los vecinos de Virrey del Pino son víctimas de fumigaciones permanentes por efecto de lotes sojeros linderos a las casas. El gobierno municipal de La Matanza mantiene un vacío legal que, vigente desde hace décadas, favorece a lo más temible del agronegocio.
Por Patricio Eleisegui
“Lo aplican a 5 metros de mi casa, como máximo. Y digo lo aplican, porque después está comprobado que el veneno se traslada y así nos llega. Se mete en las casas, en el agua, lo respiramos. Es así desde esta época del año hasta marzo. Las vecinas y los vecinos tenemos todos los mismos síntomas: sangrado de nariz, descompostura de estómago, dolor de cabeza, hipertensión, alergias. Pero esos son los que vemos. Después están los otros. La ciencia comprobó hace rato que el glifosato produce cáncer”.
Erika Gebel da testimonio desde otra capital del agrotóxico. Que no es Santa Fe, Entre Ríos, Córdoba, Misiones, Chaco o la provincia de Buenos Aires. Dice que se multiplicaron las personas que deben a recurrir a la quimioterapia, las jóvenes víctimas de los abortos espontáneos. Detalla un desastre en evolución, sin techo aparente, que ocurre a poco más de media hora de Capital Federal, la gran capital sobre la que jamás irrumpen los aviones fumigadores o transitan los mosquitos de fumigación terrestre.
“La visibilidad del problema se hizo más evidente a partir de que dimos a conocer los resultados de los análisis efectuados a mi familia. Mi hijo menor y mi compañero dieron positivos en glifosato y AMPA, su degradación. También tienen daño genético, tanto mi hijo como mi hija, que además sufre problemas hormonales. A través de la asamblea de vecinas y vecinos que conformamos en octubre del año pasado, bueno, comenzamos a divulgar más intensamente nuestra situación”, cuenta.
Erika sobrevive en Virrey del Pino, partido de La Matanza. Es vecina del barrio Nicole, zona del distrito donde funcionan dos escuelas y un jardín de infantes, instituciones a las que, de lunes a viernes, asisten más de 3.000 niñas, niños y jóvenes. Un área cuyo límite son una serie de lotes sobre los que cada año la soja transgénica crece empapada en plaguicidas.
Conurbano fumigado
Las hectáreas fumigadas no sólo tocan el borde del Nicole: los lotes conforman una suerte de “U” lindera a los barrios El Triunfo, Bicentenario, 20 de agosto, Oro Verde y San Javier. Se estima que los habitantes en ese punto del distrito superan con comodidad las 5.000 personas.
“Los estudios que determinaron la presencia del veneno en mi familia se concretaron a instancias de la cooperadora del Hospital Gutiérrez. La Secretaría de Salud de La Matanza colaboró con los que se llevaron a cabo con especialistas de Río Cuarto, en la provincia de Córdoba, que comprobaron el daño genético”, dice Gebel.
Los dueños de los campos jamás entablaron diálogo alguno con los habitantes del Nicole. Es más: el vecindario desconoce quiénes son los verdaderos propietarios de las más de 300 hectáreas que el agronegocio explota junto a las casas. Hay quien dice que el control de la actividad en esas tierras corre por cuenta de la firma Agroveterinaria Las Cañas.
Los lotes que se fumigan, en el lado izquierdo de la imagen:
“Sabemos que el glifosato llegó al agua, de ahí que todo lo que consumimos en los hogares tenemos que comprarlo. En mi casa se necesitan por lo menos 12 litros de agua por día. Gastamos más de 400 pesos diarios en botellas o bidones para lavarnos los dientes, lavar la verdura, cocinar. A eso hay que multiplicarlo por los 30 días del mes para entender que resulta económicamente inviable para cualquier familia sostenerse a partir del agua mineral”, explica Erika.
¿Qué pasa con los vecinos que no pueden, justamente, comprar el agua? La pregunta nos traslada al sector político y la falta de respuestas, otra más, a una calamidad ambiental que se suma a otras que gozan de comprobada longevidad en La Matanza.
Una de ellas corresponde al funcionamiento de Klaukol, la firma que, a partir de su producción de pastinas, adhesivos y materiales de uso en la actividad de la construcción, contaminó el agua y el ambiente de Virrey del Pino con sílice, cromo, zinc, plomo, mercurio y arsénico, entre otros compuestos y metales pesados.
Después está el CEAMSE, con su acumulación de basura también repleta de venenos y una emisión de gases nocivos que, cada año, multiplica las patologías respiratorias en el municipio. Apenas 11 kilómetros separan a una catástrofe de la otra.
El vacío legal que favorece al veneno
En La Matanza gobierna Fernando Espinoza, del Frente de Todos. El mismo personaje ejerció el cargo de intendente entre 2005 y 2015. En el medio transcurrió la gestión de Verónica Magario, también del Justicialismo y actual vicegobernadora de la provincia de Buenos Aires. Antes de Espinoza y Magario fue Alberto Balestrini, también de la misma fuerza, quien controló la intendencia del municipio entre 1999 y 2005.
El uso de glifosato comenzó a masificarse en la Argentina a partir de la primera soja transgénica, concebida por la estadounidense Monsanto, que Felipe Solá, por entonces secretario de Agricultura, habilitó en marzo de 1996. Desde ese momento hasta hoy, aunque los lotes productivos siempre estuvieron ahí, La Matanza no definió ni aprobó una sola ordenanza que regule el uso de agrotóxicos.
“A través de la Asamblea de vecinos Envenenados por Glifosato en la Matanza exigimos, justamente, que se avance con una ordenanza. Hace unos días estuvimos reclamando frente al Concejo Deliberante, en San Justo, y directamente nos bajaron la persiana. Existe un proyecto que propone 3.000 metros de distancia para las pulverizaciones aéreas, porque hay campos cercanos donde fumigan con avión, y 1.095 metros para las terrestres. Apoyamos esa iniciativa. Hoy no tenemos ni 5 metros de distancia de las aplicaciones”, expone.
Precisamente la asamblea accionó contra las pulverizaciones con agrotóxicos a través de un recurso de amparo. Pero la Justicia, como en tantas otras oportunidades, aún no pasó del pedido de informes al municipio. Mientras tanto, las y los vecinos hoy inician cada día con el corazón en la boca en tanto, dada la época del año, quienes explotan los campos linderos podrían retomar las fumigaciones en cualquier momento.
También experimentan, cada vez más, el temor de sufrir algún tipo de amenaza o violencia por oponerse a estos terratenientes del conurbano, como ya le ocurrió a Erika a fines de junio pasado.
“Una noche, mientras me dirigía a mi casa, me interceptaron empleados del campo vecino a mi casa. En plena oscuridad, en una esquina, se me acercaron diciendo que querían hablar. Y, como yo seguí caminando, ahí dijeron que irían a mi casa y agarrarían a mi compañero. También con ese miedo, además del veneno, convivimos en nuestro día a día”, concluye Gebel.