Este no es un libro neutral.
No podría serlo, de ningún modo. No hay neutralidad posible cuando se trata de contar una historia que involucra a tantos compañeros, a un proyecto colectivo, a una organización que hoy ya no existe pero que abrió, durante los primeros años de la recuperación democrática, un cauce original en la escena política argentina.
No es un libro neutral, precisamente, porque no hay espacio para narrar un episodio de la confrontación entre opresores y oprimidos desde el resguardo de la distancia y la moderación. Porque, más allá de ese pliegue del tiempo que significó el 23 de enero de 1989, seguir el rastro de los protagonistas significa abordar necesariamente hitos del movimiento revolucionario de América Latina. Registrar sus vidas es detenerse en la épica de la resistencia peronista y en la epopeya sandinista en Nicaragua; en la ejemplar huelga obrera en Villa Constitución y en el desarrollo de la guerrilla rural en el monte tucumano; en la puja por el derecho a la tierra de los asentamientos en el conurbano bonaerense y en la dignidad de lucha de los zafreros del Ingenio Ledesma. En cada uno de estos sucesos –y en tantos otros similares–, es posible dar con la huella de un militante del Movimiento Todos por la Patria (MTP).
A 36 años del intento de copamiento de La Tablada, publicamos los primeros 2 capítulos del libro de Hugo Montero “De Nicaragua a La Tablada. Una historia del Movimiento Todos por la Patria”, editado por Sudestada

“Nuestro más vivo paisaje”
A las 6.25 del 23 de enero de 1989, un camión Ford F 7000 repartidor de Coca-Cola embiste el portón del Regimiento de Infantería Mecanizada III General Manuel Belgrano (RIM-3), en la zona oeste del conurbano bonaerense. En ese preciso momento, se abre un abismo para unos sesenta militantes que sueñan otro epílogo para su proyecto revolucionario y, al mismo tiempo, se cierra la historia de una organización política que había dado sus primeros pasos tres años atrás, muy lejos de La Tablada, donde se desata la tragedia.
Segundos antes del impacto, el calor agobiante que invadiría el cuartel durante el día ya se hacía sentir en el Puesto 1, custodiado por el cabo Juan Pío Garnica y el soldado Juan Manuel Morales. Con las primeras luces del amanecer, los dos uniformados se acercan al portón para franquearle el paso al camión que, presumen, es el mismo que cada día se encarga de aprovisionar al regimiento. Pero no. El camión no se detiene, acelera y se lleva puesto el portón, lanzando a un costado a los soldados. Detrás, se encolumnan seis autos y una camioneta que entran a toda velocidad. Los dos últimos vehículos frenan a escasos metros de la Guardia de Prevención; el resto avanza hacia diferentes sectores del cuartel. Mientras un grupo de nueve civiles armados intenta ocupar la Guardia, la columna se dispersa en distintas direcciones: una parte a la Compañía de Comando y Servicios, otra a la Jefatura y la restante hacia el Casino de Suboficiales.
Superada la sorpresa inicial y advertidos del intento de copamiento, los militares que custodian la Guardia comienzan a disparar.
En segundos, se desata el infierno. Entre el fuego cruzado, los movimientos furtivos y el tableteo de las ametralladoras, la confusión domina la escena. Algunos minutos después, dos patrulleros de la Policía Bonaerense, que realizaban un procedimiento de control de automotores a algunas cuadras de distancia, se acercan a la entrada del predio para intentar reprimir a los incursores.
¿Quiénes son esas siluetas que corren por las calles interiores del cuartel, repartiendo órdenes a los gritos, parapetándose en el piso, disparando por entre la bruma de fuego y pólvora? ¿Qué buscan esa mañana calurosa de enero, metiéndose a los tiros en las entrañas del siempre amenazante enemigo militar? ¿Por qué deciden exponer sus vidas y la propia historia de su movimiento en una acción temeraria, a todo o nada? En esos primeros minutos, solo ellos conocen la matriz de una decisión que habría de cambiar el curso de sus vidas para siempre.
José Mendoza es el nombre de uno de los incursores. Le dicen Chepe, tiene 26 años, y es el segundo jefe del operativo dentro del regimiento. Un par de años atrás, en un cuaderno donde acostumbraba apuntar los versos que empujaba la inspiración de repente, había anotado como final de un poema una sentencia que ahora sintetiza la desoladora imagen del RIM-3 envuelto en humo y llamas: “Por ahora, la muerte es nuestro más vivo paisaje”.

Nicaragua, tan violentamente dulce
- “Estamos en Nicaragua”. Eso dice el chofer de la camioneta, con un aire de alivio que deja traslucir los riesgos que han atravesado en el viaje desde la frontera panameña hasta Peñas Blancas. Es el 5 de mayo de 1979, y un grupo de seis argentinos, todos militantes del Partido Revolucionario de los Trabajadores-Ejército Revolucionario del Pueblo (o al menos, de una de sus fracciones, después de la división del PRT-ERP en el exilio europeo), pisa por primera vez territorio nicaragüense. No han pasado tres minutos cuando se escucha el grito de alerta: “¡A las trincheras! ¡Bombardeo!”. De pronto, el cielo se vuelve gris de aviones del somocismo, listos para dejar su reguero de proyectiles diseminados por toda la selva. Es la bienvenida del dictador, el bautismo de fuego para ese puñado de argentinos que encabezaba Enrique Gorriarán.
Después de intervenir en una enredada madeja de discusiones internas en el marco de un PRT-ERP que se debatía entre el balance crítico de la derrota revolucionaria en Argentina y el deseo militante de regresar al país para persistir en el combate contra la dictadura militar, el sector alineado en la Tendencia Leninista comenzó a barajar la chance de viajar a Centroamérica como un paso previo al retorno a Buenos Aires. Finalmente, la opción de sumarse al Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) para ayudar en lo posible “pero sobre todo, para tratar de aprender” fue la elegida por un grupo cuyo objetivo era preparar la llegada de una delegación mayor de guerrilleros argentinos, con la derrota en su país natal a cuestas y con ganas de dejar atrás los días interminables de discusiones internas en el exilio europeo.
En verdad, la relación con los sandinistas tenía un antecedente concreto a fines de 1972, después de la fuga de Rawson que protagonizaron Santucho y Gorriarán, entre otros seis dirigentes del PRT-ERP, Montoneros y FAR. En un acto de solidaridad con Vietnam realizado en La Habana, la delegación argentina pudo conversar en el exilio con el fundador del FSLN, Carlos Fonseca Amador, quien les comentó las alternativas de la lucha revolucionaria en Nicaragua con un optimismo que no se condecía con los duros golpes que había sufrido el sandinismo de parte de las fuerzas somocistas en esa etapa. La muerte de Fonseca en una emboscada en la región de Zinica, en noviembre de 1976, cuando destinaba todos sus esfuerzos a conseguir la unidad revolucionaria que asomaba compleja, no impidió que un par de años después algunos cuadros del PRT recuperaran el contacto con los sandinistas, ahora en plena preparación de la ofensiva final contra la dictadura. “Volver era una posibilidad. La otra era integrarnos a algún otro proceso revolucionario de América Latina; fundamentalmente en Guatemala o Nicaragua”, detalla el Pelado. En París se decidió que, en primera instancia, el contingente estaría integrado por apenas seis compañeros (el propio Gorriarán, Hugo Irurzún, Manuel Beristain, Jorge Masetti, Roberto Sánchez y un compañero apodado Ricardo), por la situación de escasez financiera del grupo, para luego escalonar el ingreso a Nicaragua de otro medio centenar de compañeros.
El destino era el Frente Sur Benjamín Zeledón, una de las zonas de mayor conflictividad durante la ofensiva final. En esa etapa, el Frente Sur tuvo un papel determinante porque trabó a un número importante de tropas somocistas, y así permitió a los demás frentes rebeldes ganar tiempo y despliegue en otras regiones. Dirigido por Edén Pastora, contaba además con el aporte de varios contingentes internacionalistas de guerrilleros, desde panameños, uruguayos y salvadoreños, hasta chilenos y brasileños. En el sentido táctico, la opción de replegarse después de cada batalla hacia territorio costarricense (cuyo gobierno era, al igual que su par de Panamá, aliado del sandinismo durante la parte final de la guerra) fue un factor decisivo para la resistencia en una región de combate que contaba, entre algunas de sus particularidades, con la escasa distancia que dividía la zona en la que se fortificaban las fuerzas enemigas: “Las defensas de las tropas rivales se atrincheraban a 200 metros unas de otras y, como los gritos se oían perfectamente, era común escuchar cómo se puteaban de trinchera a trinchera”, recuerda Gorriarán, uno de los recién llegados que fue distribuido según sus conocimientos técnicos. Irurzún, el cuadro con mayor preparación técnica, fue destinado a una escuela de entrenamiento antes de sumarse a un grupo de artillería; Roberto Sánchez quedó encargado de los transportes; Beristain trabajó en la sala de armamentos y los otros tres guerrilleros se trasladaron a la región de Sapoa, donde se enfrentaban a las tropas de la Escuela de Entrenamiento Básico de Infantería (EEBI): la élite de la guardia somocista.
Si el sandinismo de dos años atrás se asemejaba a un pantano de rencillas entre diversos sectores, en aquellos primeros meses de 1979 las tres fracciones mayoritarias habían alcanzado un acuerdo estratégico para avanzar detrás de un objetivo central: derrocar a Somoza. La unidad resultó el elemento determinante para el triunfo que, después de años de feroz lucha guerrillera en las ciudades y en la selva, se alcanzó el 17 de julio, cuando el dictador abandonó el país rumbo a Miami. Tres días más tarde, el FSLN desfilaba por las calles de Managua ante un jubiloso pueblo que, por fin, respiraba vientos de libertad. “Fueron momentos colosales, los festejos, la alegría, algo indescriptible. Creo que para todos los que estuvimos ahí fue el mejor día de nuestras vidas”, reconoció Gorriarán después.
Para ese pequeño conjunto de argentinos, el proceso en Nicaragua era la primera oportunidad de vivenciar desde adentro una revolución en marcha, no exenta de caos y desorganización; pero principalmente, se trató de la confirmación irrefutable de que la lucha insurreccional podía conducir a un ejército popular y a las masas postergadas hacia el éxito. A pocas horas de la victoria y con la creación del aparato de seguridad del Estado, fueron destinados a cubrir funciones en el Ministerio del Interior: algunos en Inteligencia, otros en la policía y los más jóvenes, como integrantes de los Batallones Ligeros de Infantería (BLI), con la función de ejecutar acciones rápidas contra las fuerzas contrarrevolucionarias en las montañas del norte. Entre los argentinos que se sumaron a los BLI, y que años más tarde protagonizarían el ataque a La Tablada, estaban Juan Manuel Murúa, José Moreyra y José Díaz. Los dos últimos también se integraron –tiempo después– como combatientes internacionalistas a la guerrilla de la Unión Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG), dirigida por Pablo Monsanto, en la zona del Petén.
A las órdenes del asesor cubano Renán Montero Corrales, Gorriarán comenzó a trabajar en la Dirección Quinta de la Seguridad del sandinismo, como jefe de Operaciones Especiales. Una de sus primeras misiones fue ponerse a cargo de la operación que terminó con la ejecución de Pablo Emilio Salazar, Comandante Bravo, uno de los más sanguinarios lugartenientes de Somoza. “No hay nadie que sea un líder en el combate tan bueno como Bravo. Para él, sus hombres eran lo primero y su tropa lo seguiría hasta el fin del mundo”, aseguraba Tachito en tiempos mejores. El plan comenzó con la captura de la amante del militar, y a través de ella se le tendió una emboscada a quien se sindicaba como el líder de la contra, en un hotel de Tegucigalpa, Honduras, el 10 de octubre de 1979.
Estimulado por ese éxito, a fines de ese inolvidable año es que Gorriarán convoca a una docena de ex militantes del ERP a una reunión en el Ministerio del Interior para diseñar una misión secreta, que sería bautizada con el nombre de “Operación Reptil”. - Era el ex dictador Anastasio Somoza el que estaba ahora en la mira de Gorriarán y los suyos. El primer paso de la “Operación Reptil”, después de un par de meses de entrenamiento del grupo en Colombia, fue el viaje del Vasco Beristain y una compañera a Asunción con el objetivo de recabar todos los datos para instalar la logística, en febrero de 1980. Pero pese a la dedicación empleada en la tarea, no pudieron detectar el domicilio de Somoza en la capital paraguaya. Dos meses después, se unieron a la misión Claudia Lareu y Hugo Irurzún, quienes alquilaron una casa en el barrio Lambaré, y en mayo llegaron Roberto Sánchez, Gorriarán y dos compañeros más, cada uno de ellos con una leyenda que intentaba justificar su presencia en Asunción.
El domicilio de Somoza era la llave que podía abrir la puerta de la misión. Y la manera en que obtuvieron ese dato clave fue por demás curiosa: una de las compañeras que integraba el comando se subió a un taxi y arriesgó con el conductor: “Mire, voy a una peluquería que me dijeron queda a una cuadra de la casa de Somoza”. El lance salió perfecto: si bien el taxista ignoraba el lugar, le preguntó a un policía de tránsito, que le indicó con precisión el domicilio del dictador desterrado. Con algo de suerte y otro tanto de ingenio, el primer paso ya se había dado.
El segundo escalón fue registrar los movimientos cotidianos en el caserón, situado en uno de los barrios más lujosos de la patria de Alfredo Stroessner. Al principio, se intentó un mecanismo de recorrida a pie por la transitada avenida España, frente a la mansión, en turnos rotativos para no despertar sospechas. Pero los días pasaban y de Somoza, nada. Una tarde, el Gordo Sánchez abrió la puerta de la casa operativa agitado: se había topado con Somoza de casualidad, mientras hacía unas compras. A partir de confirmar que se movilizaba en un auto Mercedes Benz, conducido por un chofer que había sido su jefe de Seguridad, y seguido por un grupo de guardaespaldas paraguayos que viajaba en otro vehículo, el grupo de argentinos buscó la manera de instalar un puesto de observación fijo en la zona. La oportunidad surgió en agosto cuando un compañero se sumó a trabajar como canillita en un puesto de revistas a dos cuadras de la casa; el punto ideal para observar las entradas y salidas mientras, al mismo tiempo, se hacía amigo de los agentes de seguridad de Somoza. Un par de días después, el comando alquiló una casa a unas cuadras, sobre la misma avenida. El argumento para rentar una propiedad carísima en un barrio de clase alta fue un supuesto próximo viaje del cantante Julio Iglesias a Paraguay, y la explicación era que el artista había decidido enviar una “avanzada” para no desestimar ningún detalle con vistas a su próxima gira por Sudamérica. Para preparar la llegada del cantante, un par de decoradores de interiores debía trabajar todo el día en la casa alquilada: eran Gorriarán y Santiago. Una vez eliminado cualquier resquicio para la suspicacia del empleado inmobiliario, comenzaron a trazar el plan definitivo.
Para el 22 de agosto ya estaba todo armado, pero un detalle postergaría los planes: Somoza no aparecía. Durante veinte días no hubo ni rastro del dictador en Asunción, y cada día que pasaba complicaba cada vez más la credibilidad de la leyenda del comando. Por fin, el 10 de septiembre el canillita del grupo confirmó el retorno de Somoza y todo se reactivó.
A las 10 de la mañana del 17 de septiembre de 1980, el transmisor de Irurzún recibe el “blanco, blanco”: es la señal para el inicio del operativo. Sin perder un segundo, el Gordo Sánchez sale del garaje con la camioneta pick up Chevrolet a la espera de la orden para atravesarla en mitad de la avenida e interrumpir el paso de la comitiva. La orden llega de inmediato. En el jardín de una casa vecina, Irurzún pone rodilla en tierra, carga con apuro un lanzagranadas RPG-2 y apunta contra la limusina blanca del dictador, inmóvil por el corte de tránsito. A escasos metros de allí, Gorriarán apunta con su fusil M-16 sobre el auto de los guardaespaldas y vacía el cargador de 30 disparos. Pero algo falla: el cohete de la bazooka se traba, y la demora en reponer la carga del RPG-2 pone en peligro el éxito de la operación. Como un esfuerzo desesperado por darle a Santiago algo de tiempo para un nuevo intento, el Gordo Sánchez sale de la camioneta con su FAL y dispara contra el auto de Somoza, al mismo tiempo en que los miembros de la custodia hacen fuego, parapetándose detrás de un paredón. Somoza sigue atrapado en el asiento trasero del vehículo, sin chances de abandonar ese infierno de disparos. Los fogonazos del fusil de Sánchez obligan a los custodios a tirarse al piso: “Con esa reacción, Roberto nos salvó la vida”, explicará después Gorriarán, que en ese momento se había quedado sin munición.
Segundos después, Santiago dispara el segundo cohete.
El estruendo de la explosión conmueve a toda Asunción, y la llamarada consume el auto del dictador.
–¿Le pegué? –pregunta Santiago, aturdido por el fuego.
–Lo destrozaste –confirma el Pelado.
Es el final para Anastasio Tachito Somoza, el último eslabón de una saga familiar de sanguinarios dictadores que gobernaron Nicaragua desde 1934; pero no el cierre para la operación del grupo de argentinos, que todavía debe escapar de la región antes de que sea demasiado tarde.
Sánchez, Irurzún y Gorriarán se suben a la camioneta y abandonan la zona, pero poco después deben cambiar de vehículo por un problema en el motor. La retirada planificada exige que Santiago se baje frente a un cementerio para esperar al falso canillita del comando, y juntos dirigirse a la frontera de Ita Enramada, para cruzar el río rumbo a Clorinda. El compañero alcanza a subirse a una balsa algunos minutos antes de que el presidente Stroessner, informado del atentado contra su amigo personal, ordene cerrar las fronteras. El siguiente paso de Irurzún es encontrarse con Claudia Lareu, quien tiene en su poder la documentación falsa para pasar el control aduanero: “Claudia era muy meticulosa y especialista en estas cosas”, destaca Gorriarán. Por su parte, el Gordo, el Pelado y el resto del grupo, después de deshacerse de las armas en Asunción, intentan cruzar rumbo a Brasil por Ciudad del Este, a tres horas de distancia, para llegar a Foz de Iguazú. En medio del descontrol fronterizo, agravado por las órdenes de Stroessner, el Gordo cruza el retén limítrofe con un auto de patente brasileña.
El gobierno paraguayo, pasmado ante semejante acción realizada en sus narices, lanza una desordenada investigación que termina sin dar con ningún dato certero de los ejecutores de Somoza.
Seis días estuvieron varados Gorriarán y el resto del equipo en una zona limítrofe, ocultos a la espera de que el dictador liberara las fronteras. En poco tiempo, uno a uno cruzaron hacia Brasil casi todos los integrantes. Sólo faltaban noticias de Claudia y de Santiago. Frustrada la cita prevista con Irurzún, Claudia tuvo que esperar trece días en Paraguay antes de intentar salir de allí. La policía paraguaya había montado una emboscada en la casa de Lambaré, detrás de la única pista certera del grupo guerrillero. Seguramente alertados por una denuncia referida a las peculiares características físicas del argentino (flaco, muy alto, pelirrojo), la policía dio con el contratista que le había alquilado un auto, y ese rastro los llevó hasta la casa. El mismo día del operativo, Santiago regresó a Lambaré a recoger su pasaporte mexicano, con el que debía salir del país, y se topó con los uniformados. Resistió, intentó escapar por los fondos de la casa, pero fue apresado y derivado al sector de Inteligencia. Pese a las sesiones de tortura, la policía no pudo arrancarle al guerrillero ni un solo dato certero sobre el grupo que había llevado a cabo el ajusticiamiento de Somoza. Minutos después, lo fusilaron y su cadáver, exhibido ante la prensa, fue desaparecido.
“Fue uno de los mejores guerrilleros del ERP, pero además de sus cualidades en el aspecto militar, tenía una visión política muy profunda”, señala Gorriarán, quien además apunta que fue con Irurzún con quien comenzó a borronear los primeros esbozos de una nueva organización política para Argentina. “Santiago fue de los primeros en plantearlo con más claridad, con más determinación”. Nacido en Santiago del Estero en 1946, Santiago creció en un hogar humilde. Su madre era maestra y su padre, empleado bancario. Su llegada a Rosario para estudiar Ingeniería fue el paso previo a su incorporación como militante desde los primeros grupos armados por el PRT, cuando aún no se había fundado el ERP. “Era un compañero de una gran calidez humana, quizá más destacado o más demostrativo que otros en ese aspecto –se extiende el Pelado–. A él recurrían muchos compañeros frente a problemas de cualquier índole, hasta por temas personales. Estaba siempre dispuesto a escuchar a todos”. Sobre sus virtudes como revolucionario, añade: “Es uno de los compañeros más valientes que he conocido. De los más desprendidos en cuanto al riesgo personal, de los más dispuestos a arriesgarse por los demás. Era uno de esos indisciplinados que habría que poner de ejemplo. La indisciplina la aplicaba para hacer más de lo debido y no menos”.
La última conversación que Gorriarán registra con Santiago giró alrededor del tema de su hijo, de cuánto extrañaba a aquel pequeño nacido en 1974, mientras él ejercía la jefatura de la Compañía de Monte del ERP en Tucumán. De Federico apenas guardaba una foto, en la que el nene tocaba un tambor de juguete, pero proyectaba una visita después de la operación en Asunción. “Apenas lo había conocido, pero se le llenaban los ojos de lágrimas cuando hablaba de él”, acota Ana María Sívori sobre el vínculo entre Santiago y su hijo, que vivía en la santiagueña ciudad de La Banda con su abuela, porque su mamá estaba presa en Devoto.
Lejos de allí, en Nicaragua, el pueblo salía a las calles para festejar la muerte del dictador. Los títulos de los matutinos del otro día reflejaban el regocijo por el éxito del operativo en Asunción: “Pagó Somoza”, “Toda Nicaragua un mar de alegría”, “Ejecutada sentencia que votaron los mártires”, fueron algunas de las portadas. Esa misma mañana, el comandante Bayardo Arce, coordinador de la Comisión Política sandinista, difundió un comunicado en el que la Dirección Nacional del FSLN saludaba “el espíritu combativo, de abnegación y valentía del heroico comando que ajustició al tirano”.
“Somoza no fue ajusticiado por las cosas terribles que había hecho en el pasado dictatorial. No fue un hecho de venganza. Fue el ajusticiamiento del jefe de la contrarrevolución que ya estaba actuando contra Nicaragua y contra la nueva revolución que había triunfado en julio de 1979”, se ocupó de explicar tiempo después Gorriarán, quien también aclaró que el plan fue aprobado por los nueve miembros de la dirección sandinista. Pese a ello, la autoría del ajusticiamiento permaneció en las sombras hasta mucho tiempo más tarde. - De regreso a Managua, y a pesar del enorme desafío que significaba participar del proceso revolucionario, Gorriarán y los suyos no dejan de proyectar su retorno a la lucha en Argentina. El primer intento de reinserción se produce en 1981, en plena dictadura, con la instalación de un grupo guerrillero en el monte, en la localidad jujeña de Libertador General San Martín, cerca del Ingenio Ledesma. El objetivo: convertir ese pequeño destacamento en un foco de resistencia contra el gobierno militar. “Nuestra idea era reinstalarnos en el país, trabajar cuidadosamente, y aguardar a que se modificaran las condiciones; se trataba de estar a la espera de que la masa popular reaccionara y transformara su conducta expectante, pasiva”, explicaba Gorriarán.
A la hora de un balance crítico sobre la experiencia guerrillera del PRT-ERP en Argentina, uno de los aspectos subrayados por Gorriarán como errados había sido la decisión de desarmar la unidad combatiente en el monte tucumano. “El monte es un lugar donde uno puede mantenerse durante muchos años, y en el marco de una dictadura –sobre todo ante situaciones de apatía o escepticismo de la población hacia las posibilidades de la revolución y de derrocar al régimen– cumple el papel de mantener encendida la llama de la resistencia hasta que llega el momento de avivar el fuego”, señalaba el Pelado, y añadía después: “Esa presencia, con el tiempo, se transforma en un valor apreciable que, en este caso, nos hubiera permitido jugar un rol más importante en la caída de la dictadura”. Como respuesta a este error estratégico, según la mirada de Gorriarán, es que el grupo tomó la decisión de insertar una columna guerrillera en Jujuy, a partir de un análisis de situación que visualizaba a la dictadura militar firme en su gestión y con proyección de mantenerse en el gobierno muchos años.
La vanguardia la componía una pareja, que se instaló en la zona para recabar información sobre las fuerzas de seguridad y también para preparar el abastecimiento de la próxima columna guerrillera. El paso posterior fue el arribo de Roberto Sánchez y de Rubén Álvarez, quienes tenían como misión ultimar las condiciones en el terreno elegido para el campamento antes de la llegada escalonada del resto del grupo. Los dos también fueron los responsables de ingresar el armamento, que había sido embalado en Panamá y enviado a Montevideo vía marítima. Una vez en la capital uruguaya, fue trasladado hasta la zona en una casa rodante que manejaba Roberto Vital Gaguine. Cuando las armas llegaron al campamento, ya estaban allí los ocho integrantes de la columna (Ana María Sívori, Claudia Acosta, Roberto Sánchez, Rubén Álvarez, José Luis Caldú y Pablo Belli, entre quienes posteriormente se sumarían al MTP) con la consigna de intensificar el reconocimiento del terreno, evitar cualquier contacto con los lugareños y abastecerse de todo el alimento posible para una experiencia que parecía destinada a perdurar durante años en el corazón del monte jujeño. Así lo hicieron durante ocho meses, tiempo en el que recorrieron un territorio de unos treinta kilómetros de largo por diez de ancho. A principios de 1982, cuando la columna parecía lista para iniciar las operaciones de propaganda armada previstas, un acontecimiento alteraría los planes de todos.
La sorpresiva decisión de intentar recuperar las Malvinas y la posterior derrota militar modificó el proyecto de la columna, y también varió la lectura que hacían Gorriarán y los suyos sobre la realidad argentina: contra lo que preveían, la derrota en las islas achicó los márgenes de maniobra de una dictadura en crisis que ingresaba en su etapa final; mientras se abría al mismo tiempo un nuevo proceso político masivo, signado por el renacer democrático y caracterizado como de “lucha política legal” por el grupo.
Para discutir las alternativas de este drástico cambio de etapa, Gorriarán subió al monte y se reunió con los compañeros en el campamento. La discusión se centró en la conveniencia política de insistir con la preparación del grupo en el monte. Los argumentos de Gorriarán para desactivar la unidad tardaron en modificar el punto de vista de Caldú y Belli, quienes se resistían a abandonar el plan original a partir de su desconfianza del repliegue militar y las dudas que generaba la apertura del proceso de transición democrática. Por ese motivo, insistían en que había que quedarse hasta tanto la situación política tuviera mayor claridad. “Sólo los inspiraba una gran voluntad, una innegable capacidad de sobrellevar el esfuerzo y un espíritu realmente revolucionario”, destacó Gorriarán después sobre los dos. Pero una vez logrado el consenso, el grupo comenzó a dejar el país y a regresar a Nicaragua.
A partir de esos días, el objetivo de reinsertarse en la lucha política cotidiana en Argentina pasó a ser la prioridad para Gorriarán y sus combatientes. Con la cercanía de las elecciones del 30 de octubre de 1983 y el cambio de escenario político, surgía la oportunidad de recuperar viejos lazos para un grupo que había absorbido las enseñanzas del proceso nicaragüense, que había realizado una evaluación crítica de la actuación de las organizaciones revolucionarias en la década anterior y que pretendía generar una nueva alternativa política a partir de algunos ejes concretos: la unidad, la amplitud, el rechazo al sectarismo y una nueva forma de construcción más ligada al movimientismo que a los partidos leninistas clásicos. Por otro lado, el modelo insurreccional aplicado por el sandinismo también había desplazado en las preferencias de los guerrilleros argentinos al tradicional vietnamita de la guerra popular y prolongada, defendido por el PRT-ERP en los setenta, al mostrarse más aplicable a la realidad latinoamericana a partir de una mayor dinámica en términos temporales.
Para Sívori, la participación en la experiencia revolucionaria en Nicaragua fue lo que les permitió ampliar la mirada que tenían hasta entonces: “Fue allí donde percibimos que la revolución no era una sola, sino que se daba de acuerdo con las condiciones concretas en cada país. Nicaragua nos sirvió tremendamente, fue notable lo que aprendimos para llegar a la conclusión de que no todo era como pensábamos. Esa etapa permite ampliar nuestra dimensión de la política, y por eso vemos que para volver, nuestra política tenía que cambiar, y lo que teníamos que hacer era conformar una organización mucho más amplia”. Con ese objetivo se impulsan las primeras conversaciones en Managua con algunos ex guerrilleros argentinos del ERP, FAP y Montoneros, ahora en libertad; con las comunidades cristianas de base y con jóvenes representantes de movimientos sociales ligados a la lucha por los derechos humanos.
Pese a la imposición de la Teoría de los dos demonios como dogma oficial y al procesamiento de Gorriarán y otros seis dirigentes guerrilleros junto a los jerarcas de la Junta Militar, el canal de diálogo que se abre desde Managua es bien recibido por muchas fuerzas legales, socialdemócratas y progresistas de Argentina; desde el Partido Intransigente a dirigentes de la renovación peronista, pasando por radicales y comunistas. La excelente relación entre el grupo y las direcciones revolucionarias de Cuba y Nicaragua actúa como factor de autoridad evidente en ese proceso de discusión, que comienza a ganar en organicidad con la difusión de una convocatoria masiva. El “Llamamiento para debatir los caminos de la unidad popular para la democracia y la liberación” propone generar un proyecto alternativo a los vigentes y postula como síntesis colectiva “luchar unidos por la independencia económica nacional y latinoamericana; y comprender la estrecha relación existente entre la deuda externa, los derechos y la democracia que queremos”. Allí también se especifica: “Pensamos que se trata ahora de que cada uno sea protagonista de la Historia. Liberarnos no es tarea para pocos, sino de millones. No hace falta esperar entonces que alguien nos invite. Organizar esas mesas de debate no es tampoco un paso complejo. Puede promoverse su realización en los organismos del movimiento social, cultural o político a los que cada uno pertenece. Hasta puede promoverse el debate con un mate y cuatro amigos. También mateando entre todos podemos avanzar en la conformación de ejes de aglutinamiento que no estén limitados por las internas partidarias ni aun por la coyuntura electoral cercana”.
En ese contexto nace, a fines de 1984, la revista Entre Todos los que queremos la liberación. En el editorial de su primera edición, su director Carlos Quito Burgos realiza una invocación a la unidad cuando señala: “Que los dolores y la tristeza con que nos enlutó la tiranía nos traigan serenidad y firmeza para pensar y hacer, entre todos, el futuro de la patria”. - Al mismo tiempo que se iba consolidando el diálogo con diversas fuerzas políticas en Argentina, el grupo de Gorriarán persiste en su tarea de defensa del proceso sandinista. Una de las acciones emprendidas en esa etapa fue el intento de copar un campamento de la contra, emplazado en la frontera del lado hondureño, la retaguardia de los enemigos de la revolución. La contra –financiada con dinero estadounidense, creada por la CIA y entrenada por militares argentinos como el coronel José Balita Riveiro– tenía como objetivo prioritario desestabilizar al gobierno sandinista con acciones tan rápidas como crueles contra poblaciones civiles, apostando además al recurso de generar un conflicto diplomático en el caso de represalias del FSLN en territorio hondureño, donde se replegaba de inmediato. Por ese motivo, las acciones guerrilleras debían ejecutarse de forma secreta, sin permitir que se estableciera ningún vínculo directo con la dirección sandinista. Una de esas operaciones clandestinas fue el ataque a un reducto de la contra ubicado en la hacienda La Ceiba, en el municipio El Paraíso; que exigió del grupo que encabezó Juan Manuel Murúa un despliegue de cuarenta guerrilleros en los márgenes del río Choluteca. La sorpresa y la rapidez de la acción le permitieron atacar y retirarse de la zona en muy poco tiempo y generar un profundo impacto en las fuerzas del enemigo.
El escenario de la guerra de baja intensidad protagonizada por el sandinismo y los restos de la Guardia Nacional somocista reorganizada por la CIA contaba, además, con un confuso telón de fondo que parecía atravesado por otros intereses como el narcotráfico, las contradicciones entre los jefes de la contra por el control del negocio ilegal y los cambios de táctica ordenados desde Washington. En ese contexto, en la noche del 30 de mayo de 1984, en La Penca –un pequeño caserío en la frontera de Nicaragua con Costa Rica– se produjo un confuso episodio que es preciso registrar.
Durante una conferencia de prensa ofrecida por Edén Pastora, entonces devenido jefe guerrillero antisandinista, en una finca selvática cercana al río San Juan, estalló un artefacto explosivo que terminó con la vida de siete personas y dejó con heridas a otra veintena. La mayoría de los periodistas que presenciaron esa reunión salió del hotel Irazú, en San José. Llegaron en una caravana de vehículos a Boca Tapada, un pueblo tico a orillas del río San Carlos. Desde allí navegaron en botes hasta desembocar en el río San Juan, frontera entre Costa Rica y Nicaragua, y, llegaron a La Penca, donde estaba el campamento. Allí esperaba Pastora, líder de la opositora Alianza Revolucionaria Democrática (ARDE), quien anunciaría si se uniría o no a las fuerzas de la contra que operaban desde Honduras bajo el mando de Adolfo Robelo. Desde esa misma noche, Pastora –a quien estaba dirigido el atentado– denunció en todos los medios de prensa que había sido la CIA la que intentó asesinarlo, ya que en esa ronda de prensa denunciaría las presiones que recibía de ese organismo.
En mayo de 1987, el propio Pastora reconoció públicamente que la CIA le había suministrado material de guerra y acusó al teniente coronel Olivert North, implicado en el escándalo Irán-Contras, de estar detrás del atentado de 1984. Siempre polémico y contradictorio, Pastora admitiría también que la CIA financiaba a ARDE: “Yo recibía dinero de donde viniera. Si don Satanás me daba dinero, yo se lo agarraba. Siempre sin condiciones. ¿Que la CIA creyó que me iba manejar? Problema de ellos”, afirmaría en una entrevista. Pastora justificó su maleable actitud con la teoría de que, en verdad, se trataba de “dinero nuestro, que se ha ido hacia Estados Unidos y que el imperio le da a la CIA para sus actividades”. Desde entonces, la presunción sobre La Penca giró alrededor de un pase de factura de la Central de Inteligencia, molesta por haber financiado a un opositor díscolo que se negaba a disciplinarse a la estrategia unificadora.
Tiempo después, Pastora sumó en su acusación al gobierno sandinista, al afirmar que La Penca se había tratado de un “cruce de intereses” entre la CIA y los dirigentes del sandinismo, y más adelante asumió como cierta la versión de que los ejecutores del atentado habrían sido dos vascos de la organización ETA, entrenados en Cuba y Nicaragua. “Es cierto, Daniel [Ortega] me mandó a matar, pero fueron cosas de la guerra porque yo también lo mandé a matar”, argumentó Pastora en 2008.
Más de dos décadas después, un periodista sueco sobreviviente del atentado, Peter Torbiornsson, reactivó la investigación al presentar una denuncia contra el ex ministro del Interior sandinista, Tomás Borge, y contra el ex jefe de la Contrainteligencia, Lenín Cerna, como “autores intelectuales” del operativo. En su acusación, el cronista nórdico asegura que los dos dirigentes sandinistas le pidieron que ayudara a un fotógrafo danés, de nombre Per Anker Hansen, recién llegado a Managua, a ingresar a Costa Rica. Torbiornsson, entonces simpatizante del gobierno revolucionario, sospechaba que el periodista danés era, en realidad, un espía del sandinismo, pero de todos modos aceptó colaborar. Después de la explosión en La Penca, pudo confirmar que el artefacto que mató a tres periodistas y cinco guerrilleros de la contra estaba oculto en la cámara fotográfica de Hansen, que fue corrida de su lugar a último momento por una colaboradora de Pastora, gesto que finalmente salvó su vida. “Soy el eslabón, el único testigo que puede hablar, y necesito hacerlo mientras esté vivo. Hay gente corrupta que no tiene escrúpulos éticos ni morales, van a tratar de ensuciar mi reputación, pero lo que digo es la verdad que ha estado oculta” afirmó el periodista sueco, después de difundida su denuncia. La respuesta de Pastora, minimizando la presentación judicial e inculpando al reportero sueco por su postergada imputación, fue tajante: “Él también es cómplice y debería ser acusado o encarcelado. Eso debió decirlo hace veinticuatro años; no tiene validez lo que diga ahora”.
Según los medios nicaragüenses, un reconocimiento dactilar realizado en Panamá durante la gestión de una visa de entrada, confirmó que Per Anker Hansen era, en realidad, el guerrillero argentino Roberto Vital Gaguine, un hombre del grupo que trabajaba con Gorriarán en Nicaragua. Gaguine, militante de la Juventud Guevarista en los años 70, había nacido en Buenos Aires en 1953 en el seno de una familia de inmigrantes. En su adolescencia, además de estudiar Medicina, había comenzado a militar en la Federación Juvenil Comunista, pero poco tiempo demoró en dar el salto hacia el PRT-ERP, donde desarrolló su militancia de base. Exiliado en Inglaterra después de la dictadura (razón por la cual se ganó el apodo de El inglés), se sumó más tarde al destacamento argentino en Nicaragua. Pastora, si bien confirma la identidad de Vital Gaguine y la asocia con la del cronista danés que puso la bomba, se encarga de enredar aún más la situación en sus declaraciones posteriores: “A este hombre, que pudo escapar entre la confusión para atenderse en un hospital de ciudad Quesada y después perderse, lo manejaba el panameño Manuel Antonio Noriega, al servicio de la CIA, quien puso la técnica, mientras el FSLN ponía la gente, porque yo les molestaba a los dos”.
Por su parte, la respuesta de Gorriarán en sus Memorias niega cualquier vinculación con el hecho: “Edén llegó a acusarme de haber sido el gestor de un atentado horrible que sufrió en Costa Rica durante una conferencia de prensa, seguramente producto de contradicciones entre él y la CIA o entre grupos contras. Algo absurdo, pero llegó a acusarme de no sé cuántas cosas más”. En el mismo sentido, Ana María Sívori reafirma: “Está claro que el atentado fue una acción encubierta de la CIA contra la revolución nicaragüense, que después intentó que se creyera se había cometido desde el FSLN”.
Para Torbiornsson, en cambio, Edén Pastora “una vez corrompido, ya no quiso ayudarme a develar la verdad”. En la actualidad, quebrado económicamente y reconciliado con Daniel Ortega –quien lo condecoró con la orden “Carlos Fonseca” en el 30º aniversario de la toma del Palacio Nacional– y con el FSLN, Pastora ocupa un cargo menor como delegado de Desarrollo de la Cuenca del Río San Juan, y en 2010 dirigió las obras de dragado en la zona. Desde su lugar, elogia la gestión de Ortega en el gobierno: “Hoy se cumplen proyectos, no peleamos con la pequeña y mediana empresa, con los productores del campo y con los obreros; vamos en el camino a la meta para vivir en paz con los estudiantes, para vivir en paz con las organizaciones populares, y poder hacer la Revolución”.
Precisamente por las tareas de dragado se inició un conflicto diplomático entre Nicaragua y Costa Rica que asoma como telón de fondo de la denuncia por La Penca y la vuelve sugestivamente oportuna: lo que empezó como un litigio ambiental, pronto se transformó en un conflicto de complejo entramado por las denuncias cruzadas de incursiones militares en territorio fronterizo en 2010 y la afirmación de parte del gobierno de Ortega de que el diferendo podría estar motorizado desde Estados Unidos para intervenir en la región.
En 2011, la denuncia de Torbiornsson fue aprovechada por el Colegio de Periodistas costarricenses para elevar una denuncia a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. “No existe una posibilidad real de que el caso avance en el futuro, dado que la identidad legal del perpetrador no ha sido establecida con claridad”, fue la respuesta del Fiscal General de Costa Rica, Jorge Chavarría, en réplica a la consulta de la entidad de prensa sobre el estado de la investigación.