Carlos Skliar es un investigador, docente, fonoaudiólogo y escritor argentino. En diálogo con Sudestada conversamos sobre su trayectoria, su escritura y los diferentes roles que ocupa Carlos como pensador y crítico.
Por Natalia Carrizo
Generalmente a este espacio de Redistribución de la palabra vienen escritores de ficción y no ficción, pero en esta oportunidad me gustaría hablar no solo de la escritura, sino también sobre textos tuyos sobre pedagogía. Si pensamos en el contexto pos-pandémico en la Argentina. ¿Cuáles son tus reflexiones?
Me encantaría escribir sólo ficción. Pero hay algo profundamente político o cotidiano que me absorbe y me hace una escritura extraña que, sin renegar de la ficción, toque bordes que yo llamaría fragmentos no indiferentes. No porque la ficción sea indiferente, sino porque recuerdo circunstancias, momentos, situaciones, que hacen que no pueda hundirme completamente en la ficción y necesariamente atienda las circunstancias del mundo y de la vida y por lo tanto a veces la escritura se vuelva muy permeable a lo que me duele y no puedo convertir completamente en ficción. No puedo crear tal instancia que me haga perder de vista la cercanía. Ese es un defecto, porque tengo muchas ganas de estudiar. Tengo 75 novelas empezadas, pésimas, que en algún momento se convierten en manifiestos o en ese punto en el cual uno quisiera explicar algo, y sabés que en la ficción explicar es un problema que hay que evitar, el exceso de explicación.
Quería decir esto porque amo la ficción porque leo ficción y me la paso envuelto en la ficción y aun en la poesía noto esa cercanía con autores que han mezclado poesía con filosofía o que han hecho de la filosofía un lenguaje del ensayo y la poética.
A la educación la he tratado con un respeto absoluto y he intentado atravesarla con lenguajes que por momentos parecen serle completamente extranjeros, impropios. Noto mucho artificio. Quisiera hablar de educación como hablamos vos y yo de las cosas importantes de la vida, como hablamos con los amigos y las amigas. Quitarle a la educación ese lenguaje más amistoso, más ético, más político en ese sentido, es privarla de su carne, de su piel, de su sangre, de sus huesos. Es volverla incorpórea, volverla material de artificio. Y ahora voy a tu pregunta. Yo no tengo un pensamiento coyuntural, tal como se exige hoy en día, sobre todo en los medios de comunicación. A veces me consultan y me quedo muy enredado, muy titubeante, tartamudo, porque no soy contundente. Necesito tiempo para pensar, para escuchar. Solo el tiempo en su pronunciación puede llegar a alguna claridad, algún destello de claridad muy fugaz. Entonces eso hace que mi relación con la coyuntura sea muy visceral, por un lado, muy poco conceptual por el otro. Me cuesta mucho escribir conceptualmente en educación, pero es evidente que la pandemia ha atravesado los cuerpos de una manera innegable, y que no se ha podido uno substraer a él. Traté de acompañar, entramos a una faceta de cuidado, de compañía, de conversación, de presencia, de cuidar las ausencias, de cuidar el dolor, de cuidar la soledad. Creo que las cosas se están recomponiendo. Por momentos, me enojo mucho con una recomposición administrativa, burocrática. Insistí mucho en la idea de no regresar a un tiempo pasado. Me gustaba mucho la idea de ir hacia la educación de otra manera, de no haber entendido esto como una oportunidad, sino como una necesidad fundamental de plantearse otra travesía educativa que sea lo más alejada posible de volver a la normalidad. Lo que me encantaría sería anormalizar todo, poner patas para arriba todo. Sé que es complicado, sé que no es una propuesta que la estructura pueda resistir, pero creo que lo interesante es que las ausencias vuelvan a habitar las escuelas, que entendamos que las escuelas son lugares únicos, inéditos, que hay que escribir todo el tiempo, que la educación no tiene que ver sólo con lo inmediato. Aunque la urgencia la haga inmediata, hay que disputar un sentido permanentemente al mundo que vivimos que le exige a la educación una cantidad de cosas, pero al mismo tiempo la mantiene precaria. Por lo tanto, es una relación muy ambigua, muy hipócrita. Hay un trabajo tan impactante e impresionante en el que a muchas y muchos se les va la vida. No me gusta el tono dramático de la educación, me gustaría un tono más primaveral, pero la batalla cultural es tanta, tiene tantas aristas que a mí lo que me gustaría en estos momentos es ir en la búsqueda de algo que no existió todavía pero llevando consigo en esa travesía todo lo que fue olvidado, ignorado, abandonado. He planteado la idea de que la educación tiene que ver no solo con el mundo que tenemos delante de nuestras narices, no sólo de lo inmediato de lo que nos pasa a nuestra frente, sino que la educación también tiene que ver con el mundo perdido, o el mundo que ignoramos, el mundo que no conocemos, o el mundo que hay que hacer y no está hecho.
Algo de eso que la ficción propone, los mundos posibles, vos quisieras aplicarlo a la realidad de la educación, como si hubiera una inversión en el uso de esos roles…
Sí. La educación ha tenido siempre una pronunciación muy variada. Yo necesito una desnudez que me permita conversar. Yo necesito recuperar un sentido de la educación que es la del despojo, la del desvestirse. Que tiene que ver con quitar del medio lo banal, lo accesorio o lo demasiado artificioso, lo demasiado superestructural. Así como decimos jugar con los niños, conversar entre nosotros, cantar, narrar, pensar, leer, escribir. Como si en el fondo pensara de eso se trata. Como cuando uno va al encuentro con alguien y no tiene artificios, y no lleva nada consigo, y está a la espera del otro, un tercer lugar que construiremos entre vos y yo. Ese tercer lugar para mí es la escuela, es la educación. Algo que no coincide exactamente con tu mundo ni con el mío, pero que podemos conversarlo como potencia y posibilidad. Ya esta primer idea de desvestirse, despojarse, de ir con lo puesto, dar lo que uno lleva y tiene sin más, eso daría cuenta de un lenguaje que no necesita un sobreagregado, una fundamentación, que cada vez se va alejando más del vínculo de la relación de esa cotidianeidad y que por eso plantea una dificultad entre la vida cotidiana de las instituciones y el discurso que la explica, que la justifica y la sostiene. Yo sigo insistiendo que se trata de un encuentro, entre lo nuevo y lo viejo, entre niñas, niños, jóvenes, adultos. Y que en ese escenario intergeneracional y con el paso del tiempo, hacemos una vida, un mundo que no coincide con ninguna vida y con ningún mundo hasta aquí conocido.
¿Por qué el lenguaje poético? :aquí hay una insistencia, una discusión, una suerte de batalla personal que tiene que ver entre cómo se encuentra los lenguajes poéticos de la infancia con los lenguajes de los adultos, o con los lenguajes jurídicos de los adultos, o con los lenguajes de la información y de la opinión de los medios de comunicación. Cómo reunimos esos lenguajes sin masacrar al lenguaje poético de la infancia. Yo hago esa defensa de que ahí hay un lenguaje no sólo de los niños y niñas, sino también de la humanidad. Es un lenguaje que no se puede medir en términos de estructura, de progreso, porque para no mentir es mejor callar, porque ahí hay algo del orden de la imagen, del movimiento, de la metáfora, de la pregunta, que no es sólo para un tiempo de 0 a 6 años, sino para toda la vida, y es el lenguaje que hemos abandonado. Y no me gustaría que la escuela contribuya a ese despojo. Ahí la palabra despojo tiene otro sentido, que es el de robar un lenguaje, transformarlo, tecnificarlo, volverlo grave, serio, volverlo estructura, corrección. Volverlo encubridor de la realidad.
Es muy revolucionario pensar que puede haber un lenguaje por afuera del progreso que incluya la mirada de los niños, que de alguna manera son excluidos…
Yo soy de los que creen que todo lenguaje de arte no puede escucharse en términos de progreso. Ninguna manifestación del arte tiene que ver con la idea del progreso, sino con otras ideas. Me gusta ese mundo donde hay tantos mundos. Me gusta el mundo de lo múltiple. No me gusta el mundo de lo último. El mundo de lo último en las tendencias más economicistas y de las políticas que las arrullan, es el mundo de lo único, no de lo último. Con lo último el problema que se tiene es cuando se piensa en términos de lo único. Traducir lo último en términos de único, unívoco, uniforme, termina siendo el privilegio del uno mismo, predomina el uno mismo. Y la educación es exactamente lo contrario, lo que predomina, el privilegio es lo otro, el uno mismo no interesa en absoluto. Interesa cómo tomando en cuenta lo último formando parte del mundo, pero no como lo único. No matamos las formas anteriores en una línea que no es línea de progreso sino simultaneidad, convivencia. Conviven todos esos mundos al interior del último mundo. Y la educación como tantas otras cosas, la cultura, el arte se olvida y lo que hace es arrollar lo anterior considerándolo anacrónico y se pierde la narratividad, el contarnos cosas. No hay nada más difícil de definir que “mundo”. Y cuando uno dice los múltiples mundos, lo primero que quiere decir es que no hay un mundo, ni el que está en nuestra frente, ni el que aparece en la televisión, ni el que se recorta parcialmente porque lo hacemos a nuestra imagen y semejanza de algún modo. En la opacidad de la palabra mundo le presto más atención al mundo del olvidado, ignorado, perdido, desechado. El pasado está lleno de novedades, todo ese mundo que ha pasado. No es que el futuro esté lleno de novedades. Parte de la educación tiene que ver con el gesto de desenterrar y hacer memoria.