Querido Sur,
Me miro al espejo, resoplo ante lo inevitable. Me acerco al reflejo, inspecciono la herida. Esto se va a notar para siempre, pienso, contemplando mi nueva cicatriz. La pesada puerta de un mueble cayó sobre mi rostro mientras intentábamos mudarlo al Nido. Me miro al espejo. Es como si el surco carmesí latiera y también me observara. Mis cicatrices y yo nos reconocemos.
Me gustan las cicatrices porque allí siempre hay una excusa para contar una historia. Entiendo que en todo ello hay un riesgo, por supuesto. Con los años, a uno le van explicando que no puede preguntar -como lo haría un niño, tan livianamente- sobre el origen de las cicatrices. Algunas cicatrices tienen un origen amable y quien las carga, lo narra con una sonrisa. Habla de botes, de árboles, de vacaciones, de partidos de fútbol, de la noche que se le ocurrió culear en los silloncitos del patio.
Otras cicatrices, sin embargo, son memorias amargas. La vez que mi amiga Lucy me preguntó por la cicatriz de mi rostro no tuve ninguna aventura para contarle. Si al menos este mueble que se me cayó ahora en la cara, precisamente al lado de mi vieja cicatriz, se me hubiera venido encima unos años antes, al menos podría haberle dicho que parí la herida una siesta, mientras armaba mi nido. Sé que ella me comprendería, pero antes que nada, que le importaría más el nido que la marca, porque así son las niñeces, querido Sur, cuando uno las observa de cerca.
En vez de contarle una aventura, simplemente le dije la verdad: que me la había hecho por comer mal. Le hablé del acné, que es una cosa que sucede eventualmente, aunque no cometí el desatino de decirle que a ella también iba a sucederle, como suele decir la gente cuando una criatura pregunta sobre los granos, porque qué cosa que no le deseo a nadie convivir con la sensación de no querer mostrar el rostro. Me llevaría mucho tiempo conocer el idioma de las pieles porque no se puede aprender nada de lo negado. Casi tanto tiempo como el que me tomó empezar a prestarle atención a los procesos que sucedían dentro de mi cuerpo.
No se llora por las decisiones sabias que no hemos tomado a tiempo, pero sé que otra hubiese sido la historia de mis cicatrices si no hubiese escuchado a ese que me dijo que cuidarse la piel era cosa de mujeres, o a ese otro que con una brusquedad inesperada me gritaba que poder elegir la comida es cosa de privilegiados. Hoy comprendo que la piel es el límite entre la ficción propia y la ajena, y la mía ha sabido ser mi escudo más poderoso. Por eso me gustan las chicharras, porque pueden cambiar de piel, que sería como si un caballero pudiera cambiarse la armadura cuando ya está muy rota.
Otra hubiese sido la historia de muchas pieles si hubiesen tenido la oportunidad de ser alimentadas a conciencia por quienes las portan, personas con acceso real a la información, al entendimiento de la química del cuerpo y la de los alimentos. Cuántas pieles menos habrían sucumbido a la ilegible letra azul en el pliegue del paquete del pan del osito; cuántas otras habrían sido salvas de los restos de cartílago en lata, si la industria mal llamada alimentaria fuera un poco más honesta, un poco menos cínica a la hora de empaquetar.
Mientras el oficialismo y la oposición se tiran la pelota del Lobby por redes, lo cierto es que en nuestro país hay diputadas y diputados que están a favor del envenenamiento sistemático de la población; a favor de que no sepamos qué comemos, de que paguemos para enfermarnos. Nuestros cuerpos atacados sostienen la dieta y la fiesta ajena, y hoy más que nunca, alimentarse sigue siendo una aventura. ¿Qué tan moderna puede considerarse una sociedad donde se prioriza el ultraprocesado multinacional encerrado en plástico por sobre el impulso a la producción autogestiva local? Una sociedad donde se ha educado a la ciudadanía a asociar con celebración esto que no es otra cosa que muerte enlatada.
Buenas noches,
Juan.