Hogueras, cenizas y libros

El obispo levantó el brazo
Quemó en la plaza los libros
En nombre de su Dios pequeño
Haciendo humo las viejas hojas
Gastadas por el tiempo
Pablo Neruda

Se estrenó en el Cine Gaumont “Los libros cautivos” de la directora Gabriela Fernández. Esta notable película auspiciada por el INCAA a la que tuve el placer de asistir trata sobre cómo los libros, además de las personas, fueron enemigos principales de la Dictadura cívico-militar-eclesiástica encabezada por el general Videla. A través del tiempo, las culturas utilizaron distintos mecanismos para almacenar información como la escritura cuneiforme, jeroglífica, alfabética o ideográfica, también desde siempre un modo muy efectivo para destruir el conocimiento fue la hoguera.

Por Marcelo Valko

El 26 de junio 1980 la historia, la peor de las historias volvía a reeditar su rostro de fuego. La dictadura casi finalizando el exterminio de personas, vuelve su interés hacia los libros. En una “redada” en el Centro Editor América Latina capturan 24 toneladas de páginas “subversivas”. Más de un millón y medio de libros fueron llevados en varios camiones a un descampado de Sarandí. Allí, aunque parezca cosa de no creer, un juez federal estaba presente para supervisar “la orden judicial de quema”. Y como si esto fuera poco, el magistrado mandó tomar una serie de fotografías de la hoguera donde ardían millares libros con la finalidad de dejar constancia de la incineración y que no lo acusen de haberlos robado y vendido. Boris Spivacow, el editor del CEAL fue obligado a presenciar la quemazón de todo ese conocimiento que había puesto a manos del público a través de cinco mil títulos a precios populares. Un conocimiento reducido a humo y ceniza. Cuatro años antes, el 29 de abril de 1976, el general Luciano B. Menéndez se había adelantado quemando unos centenares de textos expurgados de las librerías cordobesas considerados “perniciosos, que afectan al intelecto y a nuestro modo de ser cristiano”.
El miedo al otro, a pensamientos diferentes invariablemente infunde temor y temblor. Y más aún, un terror que genera irracionalidad. El huevo de la serpiente deviene en fanatismo y la percepción del otro se altera, se contamina de fantasmas y diablos. Unas décadas antes del librocidio perpetrado por la Dictadura, el 10 de mayo de 1933 sucedió otro tanto en Berlín. Bajo la supervisión del ministro de propaganda Joseph Goebbels, las juventudes hitlerianas quemaron cuarenta mil libros de autores como Bertolt Brech o Erich María Remarque considerados ¿antialemanes? Tal locura, inspiró a Ray Bradbury su notable novela Fahrenheit 451° donde describe la resistencia de una comunidad en la que cada persona había aprendido de memoria un texto, para salvarlos de la quema. Pero el fuego de la hoguera aun viene de más lejos. La espiral de terror ante el pensamiento plasmado en los libros que comenzó a liberar la imprenta, proviene de más atrás. En 1559 surge el Index Librorum Prohibitorum, el catálogo de libros prohibidos por el Vaticano. Una década antes que fuera promulgado el listado Papal, la España Católica se adelanta y crea su propio Index de autores, libros e ideas peligrosas. A esa altura, la furia irracional había cruzado el océano atlántico derramando su venenoso temor sobre el conocimiento de las culturas americanas donde también ocurrieron eventos semejantes a manos de los “Extirpadores de idolatrías y bestialidades”.


Yucatán fue el territorio donde actuó el tristemente célebre fray Diego de Landa de la orden franciscana. Hombre de enorme energía y persuadido de su misión divina aprendió muy pronto el idioma de los naturales a pocos días lo hablaba y predicaba como si fuera su lengua materna. Esta fue un arma de suma importancia en la contienda para desterrar las actividades idolatritas de los indios y noche y día, no paraba de recoger indios derramados en los montes y serranías por miedo de las guerras pasadas, y el santo varón los domesticaba y traía. La Iglesia al igual que los funcionarios de la Corona precisaba concentrar a los indios para vigilarlos en las cuestiones de la fe y obviamente para utilizarlos como fuerza de trabajo para mantener en marcha la economía mediante la encomienda. De Landa asumió como pocos religiosos la necesariedad de enmudecer los vestigios del pasado y de silenciar las tradiciones idolátricas extirpándolas en sus raíces más hondas. Su extremado celo religioso para ejercer la represión ideológica y combatir demonios llegó a un punto álgido el aciago 12 de julio de 1562 cuando ejecutó el llamado Auto de fe de Maní condenando a la hoguera a los Códices Mayas en una acción tan devastadora como fue la destrucción de los incunables que atesoraba la biblioteca de Alejandría. Pero su accionar fue aún más allá. También persiguió y eliminó a los sacerdotes yucatecos, chontales y lacandones que sabían interpretar las imágenes. 
Cuando Diego De Landa se entera de la idolatría descubierta en el pueblo de Maní recibe la noticia con notable pena, porque entendía que ya los indios habían olvidado totalmente las mañas viejas. La validez de las conversiones masivas se quiebra. Se hace evidente que los indígenas se habían resignado a no manifestar públicamente la veneración a sus dioses, pero las creencias se mantenían ocultas y robustecidas por el accionar de sacerdotes poseedores de los antiguos libros de pinturas. El extirpador advierte que fue engañado y que la idolatría se encuentra arraigada a gran profundidad. Resuelve actuar con decisión para no echar por tierra la labor evangelizadora realizada hasta ese entonces. Conservar esa historia demoníaca narrada en los códices equivalía a contaminarse con una simbología contraria a las (sus) escrituras y la posibilidad latente de que en algún momento los indios pudieran recuperar a través de lo religioso, sus propios valores culturales. De Landa fue implacable. Partió como un rayo para Maní, a poner remedio en tal idolatría y castigar tal desvergüenza. Atrapó sacerdotes vivos y a otros que habían muerto los desenterró y arrojó a las fieras por apostatas de la santa fe, capturó además miles de ídolos y vasijas sospechosas y al menos 27 códices de historiales de caracteres antiguos. Dejemos al clérigo sintetizar los motivos del auto de fe: Usaban también esta gente de ciertos caracteres o letras con las cuales escribían en sus libros sus cosas antiguas y sus ciencias, y con ellas, y figuras, y algunas señales en las figuras entendían sus cosas, y les daban a entender y enseñaban. Hallámosles gran número de libros de estas sus letras, y porque no tenían cosa en que no hubiese supersticiones y falsedades del demonio; se los quemamos todos, lo cual sintieron a maravilla y les dio mucha pena.
Conviene detenerse en la última oración, perversa y siniestra sin dudas, pero que encierra una constelación de pistas y posibilita reflexionar sobre una cuestión. Analicemos algunos aspectos. Menciona sobre el gran número de libros. Es digno de mención que el extirpador de idolatrías no tenga impedimento alguno en afirmar aquello que nuestra historia cómplice niega: tenían libros. De Landa no tiene problemas en afirmar lo contrario dado que los está viendo, los tiene frente a sus ojos, es más, sus ayudantes los están amontonados, preparando una gran pira con ellos. Las culturas mesoamericanas poseían soportes picto e ideográficos para plasmar representaciones simbólicas estandarizadas. Sin embargo, según los historiadores oficiales la América indígena no consiguió traspasar la pre-historia. Como sabemos, la historia comienza con la escritura. Pese a pruebas semejantes, arrojan a nuestras culturas del otro lado de la raya que traza los dueños del mundo. Someter pueblos incultos es menos arbitrario, menos culpógeno. Cualquier pretexto es válido cuando lo que prima es el capital. A todo trance nos mantienen del otro lado. Somos prehistóricos, no tuvimos escritura. Hasta un soldado de Cortés como Bernal Díaz del Castillo lo describe: buscábamos en los libros de tributos de Moctezuma los distritos de donde procedían los tesoros, o donde había minas o cacao, o telas para mantas y queríamos ir allí. Primitivos, exóticos, abominablemente diferentes, inasibles, siempre nos ven como no somos y no estamos donde creen vernos. 
Como si fuera un eco de Alejandría, Maní o Berlín que no se diluye, la historia retoma el odio en el baldío de Sarandí: Los libros amontonados fueron rociados con combustible y el juez federal dio la orden de encender la antorcha. Para los neo extirpadores contenían falsedades y cosas del demonio. Frente a las atrocidades de la Dictadura de la que se cumplen 40 años, la destrucción de libros parece un tema menor. No lo creo. ¡Cómo habrá sufrido el editor obligado a presenciar la hoguera! Recuerdo que una sola vez le pregunté a Osvaldo Bayer que sintió al abandonar su biblioteca cuando marchó al exilio. Me miro fijo, movió la cabeza con pesadumbre y se hizo un pesado silencio. Humo, hoguera, exilio debido a la amenaza de muerte de la Triple A durante el gobierno de Isabel Perón. Me miró fijo, movió la cabeza con pesadumbre y se hizo un pesado silencio. Humo, hoguera, exilio, cenizas. 
Boris Spiwacov, después de la destrucción de la totalidad del material de su editorial, mantuvo a flote como pudo al CEAL, el dinero que entraba lo destinaba a insumos: tinta y papel. No retiraba nada para sí, pero el golpe económico había sido muy duro. Finalmente las deudas lo consumieron y la editorial cerró sus puertas. En mi casa tengo alguno de sus textos y casi completa la colección de “Historia de América en el siglo XX”. Spiwacov, un patriota de la talla de Belgrano o Castelli, como ellos creyó en una Patria Grande y Justa que sería construida y liberada por la educación verdadera, y como ellos murió en la completa pobreza. En la actualidad solo subsisten tres códices mayas y cada tanto en viejas librerías me encuentro con algún texto del CEAL. Por suerte, la historia es larga y aunque algunos derrotistas no lo crean, esto recién comienza. Por eso, los invito a ver y difundir esta película de Gabriela Fernández que estará una semana en el Gaumont: “Los libros cautivos”. ¡Nunca Más! Es lento, pero viene…