El verdugo

Como siempre, con la primavera llegó el día de los festivales. El Emperador, después de comer y de beber, con la cara recamada de manchas rojas, se dirigió a la plaza, hoy llamada de las Cáscaras, seguido por sus súbditos y por un célebre técnico, que llevaba un cofre de madera, con incrustaciones de oro.
—¿Qué lleva en esa caja? -preguntó uno de los ministros al técnico.
—Los presos políticos; más bien dicho los traidores.
—¿No han muerto todos? -interrogó el ministro con inquietud.
—Todos, pero eso no impide que estén de algún modo en esta cajita -susurró el técnico, mostrando entre los bigotes, que eran muy negros, largos dientes blancos.
En la plaza de las Cáscaras, donde habitualmente celebraban las fiestas patrias, los pañuelos de la gente volaban entre las palomas; éstas llevaban grabadas en las plumas, o en un medallón que les colgaba del pescuezo, la cara pintada del Emperador. En el centro de la plaza histórica, rodeado de palmeras, había un suntuoso pedestal sin estatua. Las señoras de los ministros y los hijos estaban sentados en los palcos oficiales. Desde los balcones las niñas arrojaban flores.
Para celebrar mejor la fiesta, para alegrar al pueblo que había vivido tantos años oprimido, el Emperador había ordenado que soltaran aquel día los gritos de todos los traidores que habían sido torturados. Después de saludar a los altos jefes, guiñando un ojo y masticando un escarbadientes, el Emperador entró en la casa Amarilla, que tenía una ventana alta, como las ventanas de las casas de los elefantes del Jardín Zoológico. Se asomó a muchos balcones, con distintas vestiduras, antes de asomarse al verdadero balcón, desde el que habitualmente lanzaba sus discursos. El Emperador, bajo una apariencia severa, era juguetón. Aquel día hizo reír a todo el mundo. Algunas personas lloraron de risa. El Emperador habló de las lenguas de los opositores: “que no se cortaron -dijo- para que el pueblo oyera los gritos de los torturados”. Las señoras, que chupaban naranjas, las guardaron en sus carteras, para oírlo mejor; algunos hombres orinaron involuntariamente sobre los bancos donde había pavos, gallinas y dulces; algunos niños, sin que las madres lo advirtieran, se treparon a las palmeras. El Emperador bajó a la plaza. Subió al pedestal. El eminente Técnico se caló las gafas y lo siguió: subió las seis o siete gradas que quedaban al pie del pedestal, se sentó en una silla y se dispuso a abrir el cofre. En ese instante el silencio creció, como suele crecer al pie de una cadena de montañas al anochecer. Todas las personas, hasta los hombres muy altos, se pusieron en puntas de pie, para oír lo que nadie había oído: los gritos de los traidores que habían muerto mientras los torturaban. El Técnico levantó la tapa de la caja y movió los diales, buscando mejor sonoridad: se oyó, como por encanto, el primer grito. La voz modulaba sus quejas más graves alternativamente; luego aparecieron otras voces más turbias pero infinitamente más poderosas, algunas de mujeres, otras de niños. Los aplausos, los insultos y los silbidos ahogaban por momentos los gritos. Pero a través de ese mar de voces inarticuladas, apareció una voz distinta y sin embargo conocida. El Emperador, que había sonreído hasta ese momento, se estremeció. El Técnico movió los diales con recogimiento: como un pianista que toca en el piano un acorde importante, agachó la cabeza. Toda la gente, simultáneamente, reconoció el grito del. Emperador. ¡Cómo pudieron reconocerlo! Subía y bajaba, rechinaba, se hundía, para volver a subir. El Emperador, asombrado, escuchó su propio grito: no era el grito furioso o emocionado, enternecido o travieso, que solía dar en sus arrebatos; era un grito agudo y áspero, que parecía provenir de una usina, de una locomotora, o de un cerdo que estrangulan. De pronto algo, un instrumento invisible, lo castigó. Después de cada golpe, su cuerpo se contraía, anunciando con otro grito el próximo golpe que iba a recibir. El Técnico, ensimismado, no pensó que tal vez suspendiendo la transmisión podría salvar al Emperador. Yo no creo, como otras personas, que el Técnico fuera un enemigo acérrimo del Emperador y que había tramado todo esto para ultimarlo.
El Emperador cayó muerto, con los brazos y las piernas colgando del pedestal, sin el decoro que hubiera querido tener frente a sus hombres. Nadie le perdonó que se dejase torturar por verdugos invisibles. La gente religiosa dijo que esos verdugos invisibles eran uno solo, el remordimiento.
—¿Remordimiento de qué? —preguntaron los adversarios.
—De no haberles cortado la lengua a esos reos —contestaron las personas religiosas, tristemente.

Silvina Inocencia María Ocampo nació el 28 de julio de 1903 en la casa familiar de Viamonte 550 en el centro de la ciudad de Buenos Aires. Fue la menor de seis hermanas de una de las familias más ricas y tradicionales de la Argentina.
Escritora de cuentos, novelas, poesías y literatura fantástica. Su primer libro de cuentos fue Viaje olvidado, en 1937. Le suceden: Autobiografía de Irene (1948), Las furias y otros cuentos (1959), Las invitadas (1961), Y así sucesivamente (1987), entre otros. A su primera publicación poética, Enumeración de la patria, en 1942, le siguieron: Espacios métricos (1945), Sonetos del jardín (1947) y Los nombres (1953), entre otros. Escribió Los que aman odian (1946) en colaboración con su esposo Adolfo Bioy Casares (PK) y, junto a él y Jorge Luis Borges (PK), realizó la Antología de la literatura fantástica en 1940 y la Antología de la poesía argentina en 1946. Obtuvo numerosos premios como el Gran Premio Nacional de Literatura en dos ocasiones, Premio Nacional de Poesía, Faja de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores y Ciudadana Ilustre de la Ciudad de Buenos Aires. Falleció el 14/12/1993.