Querido Sur,
Ayer subimos al techo con Saúl y vimos, por encima del cielo purpurado de atardecer, la conjunción entre Venus y Marte. Era mi primera vez en el techo de la casa de mi mejor amigo y aquella particularidad me devolvió a la fantasía de los patrones rotos. Resucito en los momentos que la cotidianeidad se detiene -se derrumba- bajo la profunda comprensión de que no existen dos ocasos iguales.
Venus y Marte alineados en contraste con la azulina profundidad del cosmos me hicieron pensar en aquel cuadro que vi hace muchos años en un libro que fue de mi padre, cuando era niño. Botticelli lo pintó para una familia de ricos, para una boda. Recuerdo mis dedos sobre el cuerpo desnudo de Marte, profundamente dormido y protegido por la atenta mirada de Venus. Dicen que el cuadro se trata sobre el triunfo del amor. Sin embargo, siempre creí que la intención de Botticelli fue plasmar el triunfo de la guerra.
Galeano dice que la guerra miente, que siempre invoca nobles motivos. Y qué motivo más noble que el amor, me digo, mirando el la bóveda donde las estrellas empiezan a aparecer para atestiguar aquel beso interplanetario.
Qué belleza más bruscamente instalada la del amor vigilando el sueño de la guerra, cuando en realidad es la guerra la que descansa en los ojos amor. No puede haber nada noble en la protección del horror. Pero ocurre que, además de amor, Venus viene a ser mitológica noción de maternidad, y ahora que el cuadro se ha manchado con la sangre de la máquina de hacer soldados ya no puedo verlo con mis primeros ojos. Somos cómplices de la cultura de la muerte, de la fe en las armas, suspiro, al tiempo que el telón astral se ennegrece.
Una vez le regalé un libro a un hombre que combatió en Malvinas y acabamos tomando café y hablando de las infinitas formas de la guerra. Nos hicimos amigos por esa mutua urgencia humana de esconder un trozo propio en un cuerpo ajeno con la esperanza de no morir nunca. Nos hicimos amigos cuando ya habíamos aprendido que no morir no significa vivir para siempre. Mi amigo, el soldado, me cuenta un recuerdo y sus ojos se escurren por detrás de los hilos ultramar de lo que queda de ocaso. Ojalá que nadie se olvide de nuestra historia, murmura, dejando entrever el deseo más profundo de su corazón y yo, como cualquier humanidad estaqueada frente al misterio, no pude hacer otra cosa que tomar mi libreta y obedecer. Al fin y al cabo, la última batalla es contra el olvido.
Querido Sur, quisiera escribirte una carta feliz algún día; decirte que mis amistades ya no le temen a la guerra, que ya no se llenan las calles del grito de festejo de los vencedores ni los dormitorios del sollozo gris de los vencidos. Quisiera desarticular cada noble excusa para el combate, cada motivo para la pérdida del ser amado, pero entonces pienso que el papel también es trinchera y que a veces, la tinta es sangre. ¿Ser humanidad es necesariamente entregarse a un enfrentamiento del que no queremos formar parte? ¿Quién dice contra qué peleamos? ¿Quién nombrará enemigo al hombre que se me aparece en el espejo? ¿Podrá existir ternura en el acto de oponerse a lo que nos destroza? Ojalá algún día pueda escribirte una carta feliz, querido Sur, pero mientras tanto, sólo puedo ofrecerte poesía para vendar las llagas de este mundo en carne viva.
Buenas noches,
Juan.