El pibe de los abrazos


A casi 18 años del asesinato de Darío Santillán y Maxi Kosteki.

Las fotos tienen un mensaje silencioso. Ocultan un código cifrado que resiste el paso del tiempo. En ese sentido, las fotos de Darío son parecidas: en cada una de ellas, hay un abrazo que se asoma. Como en estas dos que acompañan este texto, con su mamá y su papá. Pero hay un montón de fotos en las que se repite el gesto compañero: con los amigos, con el piberío del barrio, con los laburantes. No es casualidad. El abrazo es un lenguaje mudo, una forma de expresar aquello que nos atraviesa, que sentimos y no podemos explicar, a partir de un gesto. Es, al mismo tiempo, una manera de pararse ante la vida: si hay un abrazo y una sonrisa, somos más fuertes, somos más completos, somos más nosotros.

Falta menos en la tarea cotidiana de cambiar todo lo que deba ser cambiado, si hay un abrazo de por medio. Y la cámara encierra ese momento, lo congela y lo guarda para siempre. Guarda también, ese mensaje, la calidez, el afecto, el entrañable cariño por el otro, por el abrazado de turno, por el que uno daría todo, lo que sea, hasta la vida, sin pensarlo. Es curioso, también, que una de las últimas imágenes que guarde nuestra memoria colectiva sea, justamente esa, la que todos estamos pensando: la de Darío agachado en la estación de Avellaneda, abrazando a Maxi Kosteki, levantando una mano, frenando la miseria policial que se le viene encima, bancando al compañero herido. Otra vez, un abrazo que se hace huella. Huella profunda. Huella que deja un mensaje: acá está uno de los abrazables de nuestra historia, por eso no van a poder. No van a poder, tampoco, en estos tiempos de miserables gestionando el hambre ajeno y asesinos con uniforme reprimiendo a los que laburan.

Nos falta Darío, es verdad: su presencia de pibe del conurbano profundo, su estampa de lector y de flaco que se estaba formando, su voz de compañero en cada marcha y asamblea, su mano firme en la bloquera o cuando había que bancar los trapos porque se venía la cana contra la gente, su risa de fogón y baile en las noches de Claypole, su propia historia como dirigente político en construcción. Nos falta Darío para dar la discusión en cada esquina, para pedirle al vecino que apague la tele y deje de repetir el veneno que le inoculan en la cabeza, para caminar con los guachines del barrio y proponerles sumarse a la pelea y no entregarse a los vicios del sistema, para ser parte esencial de una alternativa real, de abajo, sin oportunistas ni chamuyeros, que defienda al laburante, a la doña, al jubilado.

Por eso, porque su ausencia es tan profunda, no tenemos otra forma de recordarlo que en un abrazo. Esos abrazos que él sabía repartir entre compañeros y compañeras. Ese abrazo colectivo, enorme, rebelde, inquieto, que sigue creciendo en cada lucesita del barrio, en cada piedra que vuela por el aire contra la injusticia, en cada piba que sale a la calle a reclamar un derecho postergado, en cada compañero que se la juega por el otro.
No, no hay otro modo de recordarlo. Que sea así, con un abrazo.