—¡La verdad es que no sé cómo llegaste a primer año vos, si no sabés ni escribir!
Está enojado el profe, está harto de ese mocoso que se pasa la hora molestando o durmiendo en el banco, que no presta atención, que mira feo y contesta peor.
El pibe también está enojado. Hace mucho que está enojado.
Se revuelve en el banco y mira al compañero.
—¿De qué te reís vos, pelotudo, querés que te cague a trompadas?, escupe, y su mano aprieta el lápiz, que se quiebra con un chasquido que resuena como un tiro.
Tiene manos grandes el pibe. Toscas, ásperas, manos que saben manejar el chicote con el que golpea al caballito que arrastra el carro con el que va a cirujear las veces que falta a la escuela, que son muchas.
Manos que saben ponerse palmas arriba, atajando la cabeza, para defenderse de ese mismo chicote en manos de su padre.
Manos que se hacen puño con facilidad, rabia con facilidad, frente a todos los otros pibes que se cagan de risa porque es el más grande de primer año y no sabe escribir.
—¡Suficiente! A mí no me faltas al respeto. Salí de mi clase, andá a hablar con la directora, ¡voy a pedir una suspensión! ¡Y agradecé que sos mi alumno y no mi hijo, que si no enseguida te enseñaba respeto!
El pibe se levanta y vuelca la silla, agarra sus cosas, sus pocas cosas y sale. No va a la dirección, se manda a mudar. No se va a quedar. Si se queda, sabe que lo van a echar igual.
El pibe tiene una mamá que no se anima a defenderlo del chicote, un hermano mayor que ya se fue, una hermanita más chica que llora mucho y casi no habla y un papá que no llora nunca y pega fuerte.
El pibe tampoco llora. Al menos no con lágrimas.
El pibe pega.
Pega al caballito de su carro y a los otros pibes de la escuela, que murmuran sobre sus zapatillas demasiado grandes y su remera demasiado chica. Y pega en la calle cuando sale a afanar una cartera, un celular, una moto, porque el cirujeo no alcanza para lo que tiene que llevar a la casa y el chicote está siempre listo para caerle sobre el lomo.
Y también se pega a sí mismo cuando bolsea y por un rato la vida, la mierda vida, no le pega a él, o si le pega, no le duele.
Y un día el pibe se pega por última vez.
Se pega un tiro con la tumbera que armó él mismo con unos caños y unos clavos que encontró en la basura, porque nadie creería las cosas que se encuentran ahí.
Antes, con el lápiz roto y sus letras como palotes escribe:
“Ya me voy, no los voy a molestar más”
El pibe tenía 15 años, esto no lo inventé ni me lo contaron.
Lo viví, lo conocí. Se llamaba Marcos, se suicidó un 16 de Junio, día del padre. Fue mi alumno. Y yo también le fallé.
¿Para qué se molestan en bajar la edad para encerrarlos si empezamos a matarlos desde que nacen?
Este cuento pertenece al libro “Cartas para la manada” de la escritora Cecilia Solá y está basado en un hecho real. Cecilia Solá vive en Resistencia, Chaco. Es docente, escritora y militante feminista. Sus libros publicados son. “Contracuentos”, “Diario de un lobizón” y “Cartas para la manada”. Los dos últimos publicados por Editorial Sudestada.