El duelo
Son las 4 de la tarde de un martes de diciembre en una de las Unidades Penitenciarias más viejas, superpobladas (y con uno de los motines más violentos, dicen algunos) de la provincia de Buenos Aires. La disposición del panóptico caracteriza a esta mole construida sobre la base de un cerro granítico: desde un mismo lugar se pueden ver todos los lugares, todas las personas, todos los gestos. Los detenidos circulan dentro de los 12 pabellones que tiene la Unidad Penitenciaria Nº 2 de Sierra Chica, hay más de 2500 personas viviendo, conviviendo, sobreviviendo intramuros: algunos van hasta los talleres donde repararan cosas que nunca utilizaran, otros van a la escuela ,muchísimos van hacia un pabellón común porque hay culto evangélico, otros se limpian las zapatillas con un trapito húmedo porque bajan a visita y el resto, la inmensa mayoría, espera a que algo suceda o a que venga la noche para que llegue la mañana y la tarde y de nuevo la noche; el tiempo se muestra denso, espeso, una lava de eternidades transpirando ansiedad por los barrotes, un pesado reloj de arena que se presenta más alto que los propios muros de 7 metros de alto por un metro de ancho que marcan la frontera que separa la libertad del encierro.
La Unidad Penitenciaria Nº 2 de Sierra Chica se suma a la terrible estadística que caracteriza a cárceles, alcaidías y comisarias bonaerenses. Según el último informe anual presentado por la Comisión Provincial por la Memoria durante el año 2023, en las instituciones de encierro de la provincia de Buenos Aires se relevaron 67.000 vulneraciones de derechos: torturas, malos tratos, falta de acceso a la justicia y otras restricciones. Del total de vulneraciones de derechos relevadas, 50.420 son hechos de torturas tales como agresiones físicas, aislamiento, falta de alimentación, amenazas, robo de pertenencias, traslados constantes y gravosos, afectación del vínculo familiar, ausencia de atención en la salud, inhumanas condiciones de detención.
En esta mole de cemento y barrotes, en esta tarde de diciembre, el sol vomita un naranja que enceguece los ojos de blanco, hay un run run, un cuchicheo, un lleva y trae que eriza los pelos y enciende las alertas en el patio de uno de los pabellones de población, patio con partes de tierra seca donde no crece ni un yuyo, partes de cemento agrietado, con un aro de básquet descuajeringado, con colillas de cigarrillo desparramadas e inertes y casi encendiéndose de nuevo, con un calor que hunde el cemento y vuelve todo imposible.
—Hoy se re pincha
—me dice uno de los pibes que llega al salón donde estoy por empezar la clase de Historia del Trabajo Social.
—Hoy hay un par de broncas con algunos ingresos
—explica otro.
Hay un silencio que late en la sien del panóptico, esa histórica calma que precede a la inevitable tormenta, al fogonazo, al choque, a la estampida, a la llamita diminuta que enciende una mecha.
Demasiado silencio sucediendo en un espacio habitado de manera hacinada por 2500 personas, como si el tiempo- de repente- invirtiera su curso natural, como si los minutos y segundos no se sumasen y empezasen una suerte de cuenta regresiva: veinte, diecinueve, dieciocho, diecisiete…
El sol no para, no hay nube que se atreva a esconderlo ni mano que se anime a taparlo, es un sol de incendio que quema celda por celda, un sol de diciembre, de hartazgo y de fin de año con poco festejo: hace dos semanas que en la Unidad se corta el agua, las pieles de los detenidos se secan, los tatuajes de tinta china se ensanchan, los humores se vuelven vapor, suben al cielo, pero no vuelven en lluvia.
La previa
Un pibe se encomienda al Gauchito, sale de su celda, camina hasta la punta del pabellón de población, entra al patio, envuelve su brazo derecho con un poncho y agarra con el izquierdo la faca. Raspa, marca y hace chillar el fierro contra el cemento.
Hay un sudor frío recorriendo el lomo de los perros que también, sin proceso penal alguno, han decidido vivir de este lado del muro junto a los presos, acompañando a sus amos, pudiendo salir y sin querer salir, posicionándose ante los otros perros, los perros policías, los del servicio, los anti motines, los perros requisa, los bien alimentados.
En otro pabellón de población, otro pibe, un poco más joven, se encomienda a San La Muerte, sale de su celda, se ata los cordones de sus zapas deportivas, camina hasta la punta del pabellón, entra al patio, envuelve su brazo izquierdo con un poncho y agarra con el derecho la faca. También raspa, también marca y hace chillar el fierro contra el mismo cemento.
Empieza la función
Son dos pibes que suman 38 años si contamos el tiempo vivido de ambos, es un patio sembrado de brasas y con ganas de agua, es una cárcel de máxima seguridad, es una tarde que, en la calle, tiene gusto a navidad y garrapiñadas, pero, en este patio con cara de angustia, solo tiene gusto a cruz.
Se miran, se miden, se estudian y empiezan a moverse en círculo, haciendo estornudar la tierra, calientan las muñecas dibujando figuras en el aire, tensándose cada uno de los músculos y nervios. El zurdo parece más ducho en el arte del combate, el diestro parece menos baqueano.
¡Chocalo guacho!, se escucha.
¡Dale arranca! ¡Que el guacho boqueó!, se vuelve a escuchar.
Entonces los luchadores se encienden y a los dos, casi por igual, el calor se les convierte en hielo derritiéndose justo atrás, en la nuca, y un acople de instrumento eléctrico antes del show parece zumbar en los oídos de ambos, un sonido ambiente insoportable, un letargo, una lejanía, un extrañamiento, es decir, como si en el mundo solo existiesen ellos dos frente a frente, ojos de fuego, sangre brotando de ira, corazón desbocado empujando la piel.
El zurdo inaugura y tira directamente a la yugular para no andar con chiquitajes, para terminar rápido el trámite. Pero erra, tira entonces a la panza con saña y vuelve a errar. Mientras el fierro sigue dibujando parcas en el aire, el pibe convida una mueca de gracia, parece disfrutarlo, parece no ser la primera vez.
El zurdo viene bebiendo sombras desde los 13: las ranchadas en Liniers, los primeros arrebatos, los hogares, los institutos, las fugas, las piñas con su padrastro, de nuevo los institutos, la cárcel.
Claro está, no es su primer combate.
El diestro, en cambio, hace poquito que está detenido, es su primera privación de libertad, según la jerga es un “primario”, alguna que otra comisaría por resistencia a la autoridad, pero no más que eso, el diestro cayó en el consumo, cometió un delito (dice que le dijeron) pero hasta el día de hoy no puede recordar cuándo, cómo, a quién ni por qué.
El zurdo lo disfruta y el diestro tiene miedo, mucho miedo, se le nota en los ojos que no saben mirar fijo, se le nota en el olor, en el pánico que se desliza como sudor gélido en su sien. Se ve, dicen algunos detenidos, que la faca no se siente segura ni apadrinada en su mano.
El diestro, con miedo y todo, no quiso ser menos y se envalentonó, tira un puntazo a la humanidad del otro y erra, tira otro y vuelve a errar y en el tercer intento, con su misma envión, termina cayendo, desplomándose, poncho para un lado, faca para el otro, un regalito para el hambre de su oponente. Pero el zurdo espera, espera que su contrincante se reincorpore, se pare, recupere la guardia, porque hay códigos infranqueables y que no se pueden quebrar si uno quiere seguir viviendo tranquilo y con cartel en la cárcel.
El diestro se levanta, y arranca con menos miedo, hasta parece de repente un experimentado, se acomoda el poncho, agarra con más seguridad el fierro, pero cuando quiere tirar de nuevo, erra, queda desacomodado y la vida no le da tiempo y siente como el óxido del otro entra en su carne joven, abriéndole tejidos y alaridos. El zurdo le convidó la faca hasta el mango y luego la limpió con el poncho, como si el patio se convirtiese, por un momento, en cualquier escena de la pampa húmeda, fines de siglo 19, plena campaña del desierto, entre un gaucho desertor y un soldado del ejército reclutador.
Ahora sí, el silencio es total y algunas nubes se le cruzan al sol, se interponen, casi como en una súplica, para que no alumbre con tanto descaro a la muerte apresurada.
Entonces entra una manta y sacan al pibe inerte, los mismos muchachos que alardeaban son quienes ahora retiran al muerto en una sábana floreada que supo ser mantel de visita hace unas horas, el resto de los presos con las caras pegadas a las rejas miran la escena común, cotidiana, sabiendo que cualquiera de ellos podría haber sido, es decir, podría haber dejado de ser.
Recién ahí llegan las escopetas del Servicio Penitenciario tirando para todos lados, soltando los perros del orden y el progreso. Tarde, demasiado tarde.
Se le tiran encima al zurdo, le atan las manos a la espalda y lo llevan a los buzones, esas celdas de aislamiento dispuestas en las Unidades Penitenciarias que aíslan por tiempo indeterminado al detenido, celdas que saben de torturas, de cabezas lastimándose contra la pared por no querer más aislamiento, de oscuridad total con ratas marcando la huella, de gargantas rojas e inflamadas de tanto gritar hacia la nada, de comer con las manos, de mear y cagar en botellas, de no saber sobre la luz del día ni sobre el nacimiento de un hijo ni sobre la muerte de una madre.
Al zurdo lo van arrastrado con ese olor a sangre joven de aquel que venció en el patio, se va con los ojos de aquel que mató en el patio, con ese último gesto de espanto antes del vacío, ese pedido de súplica, de basta, de mejor no quiero morir, con esos ojos de plegaria que su adversario le compartió antes del fin.
Era él o yo, se repite el zurdo, era él o yo, era él o yo, ¡era él o yo carajo! se vuelve a repetir el zurdo en su cabeza como un mantra todas las veces que haga falta, mientras siente las trompadas en el oído, la sordera, y los puntinazos de los borceguíes en los riñones.
Al zurdo lo arrastran por todo el penal, mostrándolo para querer quebrarlo, y lo tiran desnudo a buzones verdugueandolo, cargándolo, sobrándolo. No lo mojan porque hace calor, si fuese en invierno tal vez lo hubiesen baldeado.
El zurdo, todavía con la mano izquierda empuñando lo que ahora es una faca imaginaria, escupe un poco de sangre, afloja un poco la mano, tose carraspeando como tísico, se apoya con esfuerzo en la pared nauseabunda y deja que su cabeza ceda, calme.
Respira una vez y le pincha feo en la espalda, respira dos veces y la puntada duele menos, hasta que por fin encuentra con mucho esfuerzo una bocanada de aire profunda en el tercer intento y ahí, solo recién ahí, inaugura el duelo, es decir, se permite llorar.