Crónica: cientos de momentos fríos y de soledad

Por Bernardo Penoucos

Guerras contra el narcotráfico que multiplican violencias y terrores, dispositivos territoriales de abordaje de los consumos problemáticos que no alcanzan, una cultura hegemónica del consumo y del envase escribiendo en el horizonte que, para ser, antes, hay que tener, la pauperización de las políticas públicas, un  proceso histórico reciente que nos reivindica como consumidores (no ya como ciudadanos) y en el mientras tanto pibes y pibas que caen como moscas por los pasillos del consumo, descalzos, tristes, sin ojos que miren,  sin manos que atajen, sin proyectos que incluyan, sin Estado que despabile, sin presente que visibilice. 

Lucía Ordoñez tiene 60 años, nació y vive en la ciudad de Azul, provincia de Buenos Aires. Tiene 4 hijos, es jubilada con la mínima y trabaja como empleada doméstica. Como tantas mujeres, acompañó a su hijo en su proceso de rehabilitación, aunque antes, antes de que su hijo ingrese por fin a una comunidad terapéutica, debió barrenar indiferencias burocráticas, silencios, puertas que no se abrían, respuestas que no llegaban. Su hijo aparecía sin zapatillas debajo de cualquier puente jalando pegamento, el timbre por las noches y las luces del patrullero o de la ambulancia anunciaban a su hijo adolescente descompensado, las cosas de la casa desaparecían, los golpes y los gritos marcaban una respiración cotidiana asfixiante.  Lucía puso su cara y su voz ante instituciones y medios de comunicación instalando y exigiendo que lo salven, que su hijo se moría, que ya no podía más.
Como Lucía, que tampoco podía más, tan sola y con tanto. 

 

 “Yo arranque terapia y después con un psiquiatra que me medicaba, ya no sabía qué hacer. Mi propio hijo me golpeaba, me robaba y una vez lo encontramos colgado y alcanzamos con mi marido a desatarlo, estaba casi sin vida, todo esto delante de sus hermanitos más chicos. No es solo el consumo de un hijo, es una familia la que se desmorona, es la culpa, es preguntarse qué hicimos mal y a su vez es el reclamo del resto de los hermanos que empiezan a quedar en un segundo plano”

Seguía a su hijo, caminaba tras sus pasos y lo descubría en la calle consumiendo, buscaba pruebas para contar después a los organismos, para que le crean, para que intervengan. La respuesta llegó cuando decide ir a los medios locales y denunciar, contar y poner en la agenda pública una problemática común a muchas madres, a muchos pibes. 

 

“Era muy difícil, empezó a consumir a los 14 años, no sé si tendrá que ver o no, pero él era un adolescente muy sensible y a su vez manipulable, era muy bueno. En un momento todo se cayó, se desmoronó y ya no supimos qué hacer y yo me moría por dentro, porque nos agredía a nosotros, nos robaba, nos pegaba, se agredía él, tuvo muchos intentos de suicidio y así fueron pasando 4 años con Psicólogos, psiquiatras, vendí un pequeño almacén que tenía, vendí el auto y nos quedamos sin nada para poder ayudarlo, nosotros no somos gente de plata, pero hice lo imposible para que siguiera con vida”.

Se desmoronan las estructuras, los ojos de quien hasta hace algunos años eran ojos de niño comienzan a percibirse como ojos de bronca y dolor, el consumo y la abstinencia despersonalizan, deshumanizan y ya no son los ojos de un hijo que miran a una madre, sino que son ojos desconocidos que desconocen el alrededor todo. Puertas rotas, casas dadas vueltas, golpes y autolesiones, detenciones, explosiones de furia, reiterados intentos de suicidio, llantos prolongados, la vida como fragilidad constante que se pone en juego en la cotidianeidad y que en ese juego se lleva puesta historias, proyectos y presentes insoportables.

 

“Yo lo quería recuperar, yo no lo quería ni preso ni muerto, ni quería que mate a nadie. De hecho, varios de sus conocidos que consumían con él terminaron quitándose la vida. Entonces empecé a buscar ayuda, lo llevaba acá, lo llevaba allá, pero nada funcionaba, cada vez estaba peor. Yo a su vez tengo tres hijos más, toda la familia se destruyó, toda…en una fiesta del secundario se terminó peleando con otro grupo de chicos, yo me metí y terminé golpeada, muy lastimada y ahí me dije, hasta acá llegué, acá se terminó, busqué ayuda de nuevo hasta que logré internarlo”  

Lucía percibía, para ese entonces, un final anunciado: su hijo terminaría preso o muerto. No se quedó con ese pronóstico en la mano, con esa perspectiva ruin que el sistema le ofrece (impone) a miles de pibas y pibes. Siguió empujando para que las ventanas se abran, para que el Estado escuche, para que su hijo respire.  Consiguió un lugar en una comunidad terapéutica de Mar del Plata. El día que lo internan llegó descalzo, con los brazos cortados, con el porvenir silbándole muerte en sus oídos. Allí permaneció durante tres años, ella lo visitó sin falta, lo acompañó, se sentó con él horas y horas en esa comunidad, en la pieza, en el patio, llorando juntos, buscando caminos y sentidos, intentando que su hijo saque el dolor viejo de ese cuerpo joven y así, de a poco, el dolor fue saliendo y en ese parto de alguna manera los dos comenzaron a nacer de nuevo, aunque con heridas que tardarían en cerrar o que directamente quedarían abiertas para siempre.  

“Yo sufrí infartos, estuve internada en un psiquiátrico durante 6 meses, quise quitarme la vida, pasaron muchas cosas que yo no me puedo olvidar”.

Lucía agradece haberlo recuperado, pero sabe que el viaje no fue gratis, que también perdió en el camino algo de sus otros hijos que fueron testigos de todo el proceso, del dolor, de las discusiones, de los gritos, de los viajes obligados a la comunidad en Mar del Plata, de los llantos silenciosos, del miedo, de la desesperación. Sabe que perdió algo de sus otros hijos y que perdió algo de ella también. Durante todo el proceso, puso su humanidad entera a disposición de su recuperación y ahora, acepta, está pagando un poco esas cuentas con su salud mental, pero no se arrepiente, afirma y reafirma que lo volvería a hacer las veces que haga falta, aunque en ello se le vaya la vida.

Por último, recuerda que cada vez que iba a visitarlo a la comunidad, él cantaba siempre e insistentemente la misma canción, de memoria, como una oración, como un mantra. La canción se llama rocanroles sin destino, es de Callejeros y en su estrofa inicial dice: 

“Imágenes de subir, imágenes de soñar, llenando un lugar vacío,
cientos de momentos fríos y soledad.
Siempre relojeando al cielo desde el suelo y no arriba
Sin saber si creer, si esta elección de vida valdría mi fe…”

Ojalá llegue ese día en que se llenen los lugares vacíos, desaparezcan los momentos fríos y de soledad y las y los pibes puedan ser por fin la felicidad que buscan y todavía les deben.
Por ahora, nada de eso estaría pasando.