Por Cristian C. Gómez Arango, corresponsal de Colombia
Ayer el presidente de la República de Colombia, Iván Duque, anunció el retiro del Congreso del proyecto de reforma tributaria, radicado por el Ministerio de Hacienda, para tramitar un nuevo proyecto, ya que según sus palabras “la reforma no es un capricho, la reforma es una necesidad”. Una necesidad que no hubiera sido, si en medio de una crisis sanitaria, tan grave como la COVID-19, se abstuviera de despilfarrar alrededor de 42 mil millones de pesos colombianos en gastos innecesarios, en los que benefició el arsenal del ESMAD, grupo reconocido por reprimir y atacar la integridad física de civiles.
Pero entonces ¿qué queda después de una reforma tributaria fallida? Una idea que no tuvo consenso entre diferentes sectores políticos y se anunció aún sabiendo que colmaría la paciencia de quien en su bolsillo no tiene más que polilla. En Colombia, un país del trópico y lejano de las desgarradoras huellas de los tornados, pasó un huracán tan grande como el Katrina, que dejó muertos y destrucción, para luego iniciar de cero. Desde el Gobierno sabían que el anuncio de una reforma tributaria tan inhumana haría explotar la olla a presión que años tras año hierve sin parar, desde que la corrupción del uribismo quitó la venda de los ojos de la clase popular y la clase media colombiana.
Y es que no quedó solo el rastro de un proyecto maquillado bajo el nombre de “Ley de la solidaridad sostenible”, que de sostenible no tenía nada y de solidario mucho menos. Hoy en mi ciudad, Pereira, amaneció el vestigio de una guerra del pueblo contra el pueblo, porque, aunque los policías y soldados apunten sus armas contra los manifestantes, ellos también son pueblo; eso sí, un pueblo subyugado y doctrinado en lo bruto.
Quedaron madres llorando en las calles o en las puertas de los hospitales pidiendo ser asesinadas como sus hijos. Familias esperando en la mesa a sus hermanos, sobrinos, nietos, primos, para compartir el sancocho del domingo. Vacíos cada vez más grandes cuanto solo da tono el teléfono y del otro lado los desaparecidos no responden. Zozobra en los ojos de quienes salen a barrer las calles y la basura que más encuentran son casquillos de bala. Queda el dolor de salir pacíficamente a exigir la dignidad de la vida y terminar corriendo, temiendo perderla.
Quedó la ceguera de un pueblo que abrió los ojos y el ESMAD se los arrancó con su bestialidad. Quedó el ardor de los gases en la nariz y el pecho inflado de orgullo por ser colombianos. Quedó la mancha en las heridas de los protestantes, de una institución infame que acata órdenes de verdaderos vándalos. Quedó la culpa en quienes callaron y con su silencio apoyaron al salvajismo.
Queda el ruido y la alegría de una sola voz más fuerte que el sonido de los helicópteros que surcan nuestro cielo, intimidando las manifestaciones. Queda el miedo y la militarización. Queda la cobardía y las malas praxis. Queda el murmullo tibio y llorón de quienes se esfuerzan por justificar la represión e ignoran el dolor de quienes hoy lloran a sus familiares.
Quedan los mismos a sus anchas. Esos que “protegen las leyes” o las violan. Quedan los de corbata y los de traje alineado. Quedan los de lentes impolutos y sonrisa pachorra. Quedan los que exigen y nunca dan nada. Quedan los que exprimen al pobre y nunca están satisfechos. Quedan los miserables y con ellos la impunidad.
Y queda el pueblo, unido y soberano. Queda un país pobre que ya no se conforma con ser uno de los más felices del mundo. Queda la rabia de un pueblo que se levanta con angustia y se acuesta con ilusión. Queda lucha, rebeldía y desobediencia. Quedan nuestros derechos y una sed insaciable de dignidad. Quedan las calles listas para ser llenadas y seguir pintando el tricolor. Queda la resistencia. Queda Colombia.