Chicas muertas: escritura y denuncia

 Que no te incomode
que estemos vivas.
 Martina Cruz

Por Natalia Bericat

Chicas muertas es una de las novelas de la escritora argentina Selva Almada, publicada en 2014 por Penguin Random House. Con un título profundo, que habla en varias direcciones, la autora narra la historia de tres femicidios en la década del 80, época donde se escuchaba hablar de crímenes pasionales, conflictos de alcobas o accidentes domésticos.  Desde la dedicatoria, hay una intención de nombrar a estas tres mujeres, de ponerle rostro a cada caso: Andrea, María Luisa y Sarita. Ellas ocuparán el espacio vacío que dejó la justicia. Selva le dará voz e identidad a cada una a través de la utilización del género de no ficción. La investigación personal será la hebra inicial desde donde se comenzarán a tejer cada uno de estos relatos. La historia de una se convierte en la historia de todas. La muerte de una puede ser la muerte de cualquiera. Estas son algunas de las reflexiones que llevaron a la escritora a tejer esta novela.
Las líneas que Selva Almada escribe, tienen un origen particular: el asesinato de Andrea, un caso ocurrido cuando la autora entraba en la adolescencia, a muy pocas cuadras de su casa en la Provincia de Entre Ríos. Una chica es violentada dentro de su propio hogar, en su cama y al lado de su familia. ¿Dónde queda entonces la idea instaurada del peligro en el afuera? No hay nada que las salve, ni siquiera los muros de su morada.
Leemos Chicas muertas desde la atmósfera de lo cotidiano. Visualizamos el paisaje del interior sintiendo como el sol quema los techos de chapa y sofoca a quienes buscar a sus hijas. Sentimos el humo de los incendios y el aroma de las empanadas a puntos de salir del horno. La prosa nítida de Selva Almada plasma en negro lo invisible, y las formas cotidianas de la violencia contra nenas y mujeres pasan a integrar una misma trama intensa y vívida, dice Fabián Casas en la contratapa. La ficción se disfraza en cada línea. Los recursos de la escritura se vuelven máscaras para sobrevivir a lo real; se despliegan como mantos cálidos sobre los cuerpos desnudos.

La autora nos introduce ahí, donde las ventanas están cerradas y solo queda escuchar los susurros que nos cuentan historias. La violencia cotidiana es como una canilla rota que gotea, nos dice Selva. Una vez más la literatura dando cuenta de las problemáticas que nos atraviesan. Chicas muertas es la advertencia, pero también la denuncia. El género de no ficción vuelve para evidenciar lo que las pantallas silencian con su pluma novelesca o convierten en espectáculo. Quedó un registro de la falta de justicia, sentencia la autora mientras pronuncia en voz alta yo podría haber sido una de ellas.
Reconocemos en este texto una atmósfera. El aire del interior del país, también presente en otras de sus novelas, circula entre estas páginas para acompañar cada investigación, para dar fuerza a ese yo que narra y que por momentos parece quebrarse. Yo tenía trece años y esa mañana, la noticia de la chica muerta, me llegó como una revelación, dice la primera parte. La verdad se vuelve un espejo donde el dolor se multiplica. La escritura se vuelve denuncia para salvarnos del horror.

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