Querido Sur,
Te escribo esta carta desde una habitación de hotel, a pocas horas de arrancar una nueva gira que me llevará por ciudades que adoro y extraño desde los días del encierro y la locura pandémica, que pareciera ir deshaciéndose con la calma de las plantas que crecen sobre estos otros nuevos días de libertad medida y distanciamiento prudente. La ruta siempre ofrece la oportunidad del reencuentro. Sin embargo, los últimos días en Buenos Aires han sido más bien ruidosos y al mismo tiempo más grises que el propio gris, como si eso fuera posible. La lluvia hace su parte en la nostalgia; en su humedad la acentúa, un poco la invita a quedarse.
Hace apenas unas horas estaba en la Villa 20, compartiendo con estudiantes de la Escuela Primaria de Adultos y la profe Sabri. En apenas unas horas, estaré en Mar del Plata, leyendo en el escenario del Roxy. El paisaje mutante estimula la noción de suceso, la certeza de que algo ocurre en el horizonte de todas las cotidianeidades. Celebro la ruta que enlaza a quienes se han esperado durante tanto tiempo y también aquella que sorprende al forastero que tímidamente asoma la nariz y las esperanzas.
Cuando era pibe, amaba que mi padre condujera por una calle desconocida. Con mi hermana y mi hermano celebrábamos el suceso: ¡calle nueva!, gritábamos, un poco con la temerosa ilusión de perdernos, otro poco con la convicción de que mi padre conocía cada rincón del mundo y era capaz de mostrarnos la vastedad de lo ignoto con apenas un Falcon ochentoso, máquina del tiempo, de todos los tiempos y de todos los kilómetros, si me preguntan, porque qué son los kilómetros sino la forma horizontal del tiempo.
Anhelo constantemente –y últimamente con mayor ahínco– la sensación de calle nueva, que con la adultez y los años se ha desvanecido. ¿Qué le hace el mundo a la capacidad tan pura de la infancia de sorprenderse ante un acontecimiento tan pequeño como una esquina nunca vista? ¿En qué momento dejé de maravillarme ante lo desconocido? ¿En qué momento comencé a temerle?
A lo mejor (pensándolo desde lo etimológico) el miedo es consecuencia del asombro, de la sorpresa del espanto. ¿Será que quien busca el asombro, de alguna forma persigue alguna forma del horror? El miedo es un monstruo que se devora cada ápice de la fantasía que construimos para andar el mundo, es verdad, pero al mismo tiempo es el empujón en la espalda cuando nos encontramos frente a aquello que (de alguna manera, tan personal como las huellas dactilares) nos inquieta y nos atrae en partes iguales.
Hace poco corregía un pasaje de Galaxia: “Anotar la locura la ayudaba a conservar la cordura, que no es otra cosa que un contrato entre la fantasía y la obediencia.” Creo que este pequeño fragmento revela con cierta brusquedad una suerte de búsqueda que me acompaña hace años y que tiene que ver con el acto de recuperar el control de la realidad desde el entendimiento de la existencia de “contratos”, pactos que hacemos con el sentido común, con aquello que se nos presenta como la realidad, o en todo caso, como lo real. Las personas escriben constantemente su historia y ésta de ningún modo le debe conciliación a un modelo extorsivo de existencia que ya nada puede hacer por sorprendernos. Es que siempre he creído que producir arte es una de las formas que hemos encontrado de ejercitar el asombro, arrebatado por la firmeza del orden, por la exigencia de la coherencia, pero ahora me pregunto con cierta amargura: ¿será acaso el horror la única forma de asombro que nos queda?
Buenas noches,
Juan.