Que se conocieron en París, que se emborracharon juntos con pasiones conocidas, que Rimbaud con vino tinto, que la sombra de Lautréamont, que Janis Joplin de madrugada, que las bromas sarcásticas de ella que lo dejaban helado a él, que los manuscritos de Rayuela en peligro de extravío para siempre, que sus manos chicas, de poeta, que los llamados noctámbulos eludidos, que “decile que no estoy, que acabo de salir…”, que nunca fue la Maga ni Oliveira ni Rocamadour, que una soledad arremangada, que los versos hundiéndose en un joven naufragio, lascerante como la distancia, como la ausencia. Tanto se ha escrito sobre ellos que no han dejado piedra sobre piedra, no han dejado ni por dónde empezar a juntar las piezas del rompecabezas que tiraron en el Sena, allá por 1962, cuando por fin se cansaron un poco de tanta melancolía a orillas de un mundo ajeno y decidieron conversar. ¿Qué escuchaban en esos días grises que parecían perfectamente dibujados por ella? ¿Thelonius Monk o Joni Mitchell? Chet Baker hubiese estado bien para ella. John Coltrane, quizá, para él. Pero no sabemos nada, mejor. Por eso mismo, permanece a salvo. Algo nos han dejado para imaginar. No todo está contado.
Ella murmuraba con apuro, él batallaba con las erre de su monstruo escondido. Ella escribió sobre él, sobre su ironía y sobre sus criaturas, un texto a modo de semblanza, elogioso y divertido, que se llamó “Humor y poesía en un libro de Julio Cortázar”: “En cuanto a los señores cronopios son los poseedores de ciertos órganos en vías de extinción en el -digamos – hombre actual: el órgano que permite la visión y percepción de la hermosura. Como cronopio es un nombre más bello y menos equívoco que clásico, gracias a Cortázar podremos aplicarlo a los cronopios avant la lettre tanto del pasado cuanto del presente. Cronopio serán don Quijote y Charlie Parker, Rimbaud y el Arcipestre de Hita… y Cortázar, naturalmente”. Ella, además, define la escala cromática de su fauna: “El humor de Cortázar se despliega por la gama de los colores. Siempre es humor metafísico, pero a veces negro a veces rosa, azul, amarillo… Muchas veces es feroz, pero su ternura es inagotable; suele proyectarla tan lejos, que alcanza a los animales fantásticos (Guk, camello declarado indeseable; el oso que anda por los caños de la casa), a los animales reales (tortugas) y a los ‘animales mecánicos’ (bicicleta). No pocas veces une el humor con lo fantástico”.
Algo nos han dejado. Los objetos pequeños que tanto le gustaban a ella (“Amabas, esas cosas nimias/ aboli bibelot d’inanité sonore/ las gomas y los sobres/ una papelería de juguete/ el estuche de lápices/ los cuadernos rayados”, dijo él); las ventanas empañadas, el tocadiscos, las charlas interminables (“qué rejunta, qué húmedo ajedrez,/ qué maison close de telarañas, de Thelonious,/ que larga hermosa puede ser la noche/ con vos y Joni Mitchell/ con vos y Hélène Martin/ con las intercesoras/ animula el tabaco/ vagula Anaïs Nin/ blandula vodka tónic”); la biblioteca que ella requisa en busca de un libro a criticar para reírse de los gustos cursis de él, aquellos segundos en que él se ponía serio y la retaba por sus divagaciones apasionadas sobre la muerte como final entrañable. Tanto le desagradaba a él esa conversación, que le escribió en una carta: “No te acepto así, no te quiero así, yo te quiero viva, burra, y date cuenta que te estoy hablando del lenguaje mismo del cariño y la confianza –y todo eso, carajo, está del lado de la vida y no de la muerte. Quiero otra carta tuya, pronto, una carta tuya. Eso otro es también vos, lo sé, pero no es todo y además no es lo mejor de vos. Salir por esa puerta es falso en tu caso, lo siento como si se tratara de mí mismo”. Lo intentó Julio, como pudo. Con las caricias vía aérea en papel cuadriculado, pero Alejandra lo había dicho mejor, tiempo atrás (“No las palabras no hacen el amor/ hacen la ausencia”, murmuró).
Pero Julio siguió en su intento, buscó por los costados, cruzó tácticas con flores azules, peleó con ella y sin ella, y siguió: “El poder poético es tuyo, lo sabés, lo sabemos todos los que te leemos; y ya no vivimos los tiempos en que ese poder era el antagonista frente a la vida, y ésta el verdugo del poeta. Los verdugos, hoy, matan otra cosa que poetas, ya no queda ni siquiera ese privilegio imperial, queridísima. Yo te reclamo, no humildad, no obsecuencia, sino enlace con esto que nos envuelve a todos, llámale la luz o César Vallejo o el cine japonés: un pulso sobre la tierra, alegre o triste, pero no un silencio de renuncia voluntaria. Sólo te acepto viva, sólo te quiero Alejandra”.
Por allí también, por la correspondencia, hurgaron esos que no dejaron nada en pie. Esos que somos nosotros, también. Pero Julio y Alejandra se guardaron lo más sensible para ese juego de charlas sin final y caminatas en el frío que los fue acercando. Ahí estaban solos, ahí no pueden hacer nada los otros. En ese presente que se llevaron, el bichito y el cronopio dejaron afuera las palabras clásicas, las imágenes otoñales, los versos oscuros, esos silencios enterrados como dagas en la noche parisina. Por eso, Julio esbozó, entre tristezas y sonrisas, un final: “Bicho aquí,/ aquí contra esto,/ pegada a las palabras/ pegada/ te reclamo.// Ya es la noche, vení,/ no hay nadie en casa// salvo que ya están todas/ como vos, como ves,/ intercesoras,// llueve en la rue de l’Eperon/ y Janis Joplin.// Alejandra, mi bicho,/ vení a estas líneas, a este papel de arroz/ dale abad a la zorra,/ a este fieltro que juega con tu pelo…”.
*Nota publicada originalmente en la Revista N 7. Pizarnik de la palabra al silencio.