Sucedió en 1924, en el paraje Napalpí, en Chaco. Dos cententares de peones rurales tobas y mocovíes fueron asesinados por la policía en una matanza sanguinaria. Detrás del fulgor de las armas se escondían el negocio del algodón y los aborígenes usados como mano de obra barata. A la sombra, la impunidad de los poderosos, el silencio cómplice de los gobernantes, el genocidio contra los pueblos originarios. Con un estilo que recorre las fronteras de la investigación periodística, la historia de vida y la no ficción, Pedro Solans dibuja los contornos de un episodio que dejó una huella profunda. Una masacre que aún hoy parece determinar el vínculo entre el poder y las raíces de un pueblo. El estigma de Napalpí sigue vivo en Chaco. Y aquí está la verdad silenciada.
“En El Aguará éramos como mil aborígenes cuando atacaron. En las tolderías no había armas de fuego. Y nos mataron más de doscientos: hombres, mujeres, ancianos, ancianas y niños. Los hombres querían volver a las tolderías pero éramos perseguidos por la policía. Nunca hubo malones. Querían que trabajáramos a cambio de nada, querían eliminarnos…”(Relato de Melitona Enrique, sobreviviente).
Capítulo 16. Napenay (no hay pena)
Juan Cordero se había escapado de Napalpí con los familiares de Melitona Enrique. Anduvo un tiempo repartiendo escondites y queriéndose olvidar lo vivido.
Debajo de un ceibo solía repetir para adentro como si fuera un rezo:
¡Napenayyyy…! ¡Napenayyy…! ¡Napenayy…!
¡Napenaí…! ¡Napenaí…! ¡Napenaí…!
Acompaña la muerte un canto reducido.
Un silbido de lechuzas, quitilipis reducidos.
¡Napenaiiii…! ¡Napenaiii…! ¡Napenaii…!
¡Napenaiiii…! ¡Napenaiii…! ¡Napenaii…!
Quería borrar de su alma la pena y el dolor que se le metían a cada rato desde la tierra por esas alpargatas deshilachadas que, como peras maduras, pisaban ausencias. Sus huellas se deshacían.
En Napalpí había quedado sin familia.
En cada tramo, la sed, el descanso, el hambre o los escondites silbaban para adentro, como si con ellos unos sonidos lánguidos consiguieran aliviarlo.
En ese cambio de existencia, Juan Cordero dejó la cosecha de algodón para dedicarse a la cría de animales. Quería escapar de su pasado y al monte no podía volver. Había probado el veneno del sistema.
Surgió la carne por cuenta propia para sólo cumplir con su tiempo. Empezó con el esfuerzo de todo iniciado y alcanzó a contar cabezas cuando debió pelear en inferioridad de condiciones contra las trampas de la productividad: el mercado no podía adquirir sus ganados porque no estaban vacunados. Entonces, llegó la hora de prevenir la aftosa
¡La famosa y valiosísima vacuna antiaftosa!
Y de aftosa también, pensaron los veterinarios del laboratorio Rosenbusch.
Juan Cordero no entendía nada, y como al paso, sin querer casi, se asesoró con un criollo que a veces le tiraba changas.
—Tenés que ir a la ANGLO y comprar las vacunas y pedir turno al veterinario que tienen. Ellos te facilitan todo. A no ser que tengas el dinero y vayas a una veterinaria por tu cuenta.
Juan Cordero parecía escuchar un castigo en idioma raro. Pero tanto era su deseo de borrar su pasado y la cosecha de algodón que hizo de tripa corazón y fue a la ANGLO.
Tantas veces fue a consultar a la empresa, que el gerente, un gringo tosco y adicto a la cerveza, le tomó aprecio. Pero aprecio nomás. Juan Cordero no lo entendía bien, aunque se amigó con el gringo.
—Bonachón, chamigo, el gringo, eh, y me trata bien, asimismo –le decía Juan a su patrón criollo–. Y después de todo, no hay otro lugar en el que te den vacunas. O créditos por animales. O compren y vendan como hace la ANGLO.
Y un día, el año de sacrificio de Juan Cordero se aglutinó en apenas horas malditas: tenía que vender los animales y rumbeó para el gringo amigo.
¡Chaque tu carne!
Y la faena.
Y la gran faena.
El gringo sonreía, hacía morisquetas, simulaba preocupación, simulaba lamento. Todo junto, como un vivillo cuando domina la situación:
—Tua carne, Juaan… Es lamantable. Qué peena. Duelorosamente te anticipo, tene aftosa.
—¡Chaque mi carne, chamigo! –se ruborizó Juan Cordero.
—¿Vacunaste los animales, Juaan?
—Sí señor. Usté, chamigo, mismo me vendió las vacunas, eh. Fíjese en mi papeleta de lo que debo. En la deuda están las vacunas de este año.
Juan Cordero empezaba a entender el sistema; ese sistema que nunca está satisfecho y que sus antepasados sufrieron en carne propia.
El gringo guiñó un ojo, como tic indiscreto.
—No, no requerdo. Pero si está escrito, debe ser así. Bueno es así, si es mi letra; sino habrá que investigar… Pero, bueno, Juaan vo sabé, y si no sabé, aprenderás porque eres nuevo en esto de los animales, en esto de las fieras, que las vacunas…, a veces, fallan. Sí Juaan, las vacunas también fallan.
El gringo hizo una caída de párpados consentida por la calva y mentirosa cabeza. Gesto carroñero.
A Juan Cordero se le había anudado la garganta. Su deuda le cubría la piel. No entendía nada y se encogió de hombros. Acudió al favor piadoso de la bascosidad de esos ojos celestes, sajones, que bebían sudor o cerveza en el calor chaqueño.
—Aahh, no sá, si la ampresa comprará tua carne Juaan.
Otro gesto más de inocencia insoportable caía sobre la migaja aborigen que, pese a su esfuerzo por incorporarse al comercio, aún presentía la buena salud de su carne.
—Yyyy… si la compra –el gringo hizo una pausa desinteresada– la ampresa, lo hará por tua, y porque yo, yo so bueno con vo; yo, te conozco, y sé qué buem cliente so, ¡jovem con pulenta y dispuesto a progresar! Y a la ampresa le gusta favorecer a gente paisana como vo. ¡Ah!, eso sí, Juaan, reserva, mucha reserva, y vo sabé, que el precio va a ser má bajo. No podemos pagar tua carne como de primara calidad. Sería una injusticia con otros clientes como vo. Y esas cosas, esas injusticias, la ampresa ANGLO no se permite dar porque es una ampresa que hace mucho esfuerzo para estar acá y quiere que esta zona progrese como progrese vo.
—¿Y a cuánto dice usté? –preguntó temerosamente Juan Cordero. Rendido. Resignado.
Tímida intervención de un inocente, requetecargado de impotencia, que, por miedo o por vergüenza ajena, parecía esconderse en la felpa de la silla o en la basura, debajo de la alfombra de un escritorio lúgubre.
—Con mia buenos oficios, se podrá cubrir la mitá de su deuda con la ampresa. Es decir, Juaan, un cinquenta por cien.
El gringo acompañaba su oferta moviendo los dedos que mostraban la mitad de un todo; que en realidad, era nada del todo.
—¿Y nada en moneda? –salió de esa alma desesperada que llevaba a Juan Cordero a una extrema congoja.
Era carne desesperada, un tiritar de sentidos inexplicables. Su voz, un hilo grave y entrecortado que alcanzó a emitir:
—Porque debo en otros lugares también; che, chamigo.
Silencio. El gringo lo miraba atentamente y hacía un gesto que reemplazaba el siempre vigente reproche:
—¿Por qué debé tanto Juaan?
Juan Cordero no tenía palabras, y por dentro, contestaba, si yo sólo trabajo… Mientras miraba a un infinito que parecía cerca de bronca.
—Hay solución Juaan. No nervios, nervio no, muchacho, paisano amigo.
Y lo palmeó.
—Por mía entermedió, ANGLO te otorgará otro crédito, en afectivo. Porque ió sá que lo pagarás Juaan.
Sonreía el gringo. Satisfecho como un patrón conforme con sus ganancias. Como una sabandija con sus picardías. Como un capitalista que soportó hipócritamente el clima tropical.
Y hasta un agradecimiento pleno, gracias de todo corazón, le arrancó como marca de yerra el gringo a Juan Cordero.
Ya había entregado sus animales y llevaba el mejor bolso de la zona para llenarlo de lágrimas de cocodrilos de los gringos capataces, administradores o gerentes. Cabellos duros, humedecidos y espolvoreados con tierra, pucho y boca, sonrisa tenue y en los bolsillos, manos cortadas por escarcha acariciando los pocos pesos, ¿prestados, o devueltos? por la ANGLO.
Radio sujeta por hilo choricero, reloj pulsera, peine, cigarros y tabaco para armar, botella de vino, galleta, bombilla, jarro. Y muchas ganas de vivir que se reflejaban en una foto amarilla de yerba y gris de ceniza de su amada Normita.
Tarareaba en vez en cuando:
¡Napenaiiii…! ¡Napenaiii…! ¡Napenaii…!
¡Napenaiiii…! ¡Napenaiii…! ¡Napenaii…!
Acompaña la muerte un canto reducido.
Un silbido de lechuzas, quitilipis reducidos.
¡Napenaiiii…! ¡Napenaiii…! ¡Napenaii…!
¡Napenaiiii…! ¡Napenaiii…! ¡Napenaii…!
No hay penas Normita.
No hay penas Normita
Caña dulce mi amada Normita
Ahora te voy a ver mi amada Normita
En Quitilipi de fiesta Normita.
Normita linda
Normita de mi corazón.
A Juan Cordero le resbalaba la monótona y eterna desgracia. La mil veces conocida. La trampa, los que se entregan, las pusilánimes órdenes a la orden y las leyendas que suenan como campanadas justicieras: los dioses se habían echado al fuego como cartas de un solo destino.
Juan Cordero vivía las fiestas patronales en la plaza de Quitilipi. Un 13 de junio. Sorprendido. Curioso. Veía cómo la gente besaba estampitas de San Antonio de Padua. Y él sólo tenía la foto de Normita, la foto, verdosa de yerba y gris de ceniza. Esa foto que no sabía por qué, mandinga, tenía a Normita cada vez más linda, más inmaculada sobre un altar de deseos encendidos.
Iba en la procesión cuando se le acercaron dos hombres y le dijeron que eran policías. Agentes del Orden:
—Está usté paisano acusado de silencio, de encubridor, de cómplice.
Escuchó Juan Cordero.
—¡Eh! ¡Va! Nooo… Esto es angaú –respondió sorprendido.
Pero eran ellos. Lo estaban siguiendo. Sabían que Juan Cordero tenía unos pesos.
Eran ellos.
¿Pero la culpa de quién era?
¿Eran ellos o nosotros? Los pregoneros de la bonita moral que enseñan al pueblo a ser traidor…
En el camino de la plaza a la comisaría se incrementó la causa de Juan Cordero. Ya en condición de detenido o desaparecido.
Detenido por tener elementos sospechosos y firmar una adhesión contravencional: “La delincuencia es un fenómeno revolucionario, y hasta a veces, es lo único que cabe en el valle de la traición”.
Puso el dedo, no sabía firmar.
En la cárcel le enseñaron que es imposible pecar de utópico o de inocente en este mundo.
Juan Cordero firmó también una declaración donde admitía haber participado en el asalto a la ANGLO.
Después todo fue posible.
Sentenciado a cadena perpetua por la muerte de un gerente, por el robo a Bunge y Born, sucursal Campo Largo, y una serie de asaltos a La Forestal, y a varios trenes de la Corporación.
La selva lo había tratado mejor, pero el cemento lo apresó.
Juan Cordero se hizo cárcel en la resistencia.
Capítulo 17. Muertos, desaparecidos y sobrevivientes de Napalpí
El intento de armar una lista de víctimas de la masacre de Napalpí fue una tarea ardua, tediosa y realizada en un escenario de incertidumbre.
Nunca hubo interés en conocer quiénes, qué aborígenes, qué criollos habían perdido la vida de la forma más cruel en aquel episodio bochornoso. Fue un hecho que mejor era olvidar. A tal punto que los pobladores acompañaron el olvido de los indígenas y las autoridades lo minimizaron al extremo.
El encubrimiento fue generalizado. La mayoría de los intelectuales que abordaron el estudio de los aborígenes aportó su cuota de silencio y la propia historia del Chaco lo hizo con disimulo, con mesura. Se cobijó en esa prudencia de anaqueles decorados con telarañas que caen por su propio peso.
A la conducta asumida por la mayoría de los chaqueños hubo que sumarle un obstáculo que también se debió sortear: recién en 1945 los aborígenes fueron registrados civilmente por la Nación. Hasta esa fecha los nombres y apellidos eran caprichosamente “impuestos” a las familias nativas por los patrones, capataces o administradores, y los nombres originarios de los aborígenes fueron paulatinamente perdiéndose. Fue muy dificultoso rastrear los sobrenombres qom. Además, hay que recordar que muchas familias enteras desaparecieron o fueron asesinadas.
No obstante, con la colaboración de familiares, de entidades como el Instituto Del Aborigen Chaqueño (IDACH), el Equipo Nacional De la Pastoral Argentina (ENDEPA), el Centro de Estudios e Investigación Social Nelson Mandela, Derechos Humanos, y aportes personales de aborígenes, como el maestro y dirigente Mario Fernández, Rosa Delgado, Melitona Enrique, Savino y Mario Enrique, y el periodista y escritor Vidal Mario, entre otros colaboradores, se pudo confeccionar en forma incompleta el siguiente listado:
Melitona Enrique: única sobreviviente, falleció en 2008 a los 107 años de edad.
Hermanas de Melitona: se escaparon.
Abuelos paternos de Melitona: asesinados en la masacre
Abuelos maternos de Melitona: asesinados en la masacre.
Eulogio Enrique, tío de Melitona: asesinado en la masacre.
José Enrique: se escapó y enloqueció.
Josela Enrique, tía de Melitona: asesinada en la masacre.
Primos de Melitona de aproximadamente 1, 2, 5, 7, 10, 11, 13, 14, 18 y 22 años: asesinados en la masacre.
Matrimonio Irigoyen: asesinado en la masacre.
Hijos de los Irigoyen, de 6 a 18 años de edad: asesinados en la masacre.
Dalmacio Irigoyen: sobreviviente y esposo de Melitona (ya fallecido).
Pedro Maidana (Yachaxanaxahuaic): asesinado en la masacre.
José Maidana hijo de Pedro: se escapó, posteriormente lo detuvieron y lo fusilaron.
Marcelino Maidana, hijo de Pedro y hermano de José: se escapó, posteriormente lo detuvieron y lo fusilaron.
Dionisio Gómez (Llishaxaic): asesinado en la masacre.
Esposa y once hijos de Gómez: asesinados en la masacre.
Juan Machado (Machaá): se escapó y murió en Makallé, donde se había cambiado de nombre y era conocido como Felipe.
Virginia Chará: asesinada en la masacre.
Edmundo Chará: asesinado en la masacre.
Saturnino Chará: se escapó de la masacre.
Rosa Chará: se escapó y murió en Machagai.
Rosita Chará, hija de Rosa: se escapó y murió a los 92 años, en noviembre de 2006 en Machagai.
Andrés Rivero: asesinado en la masacre.
Padre de Rosita: se escapó y falleció en Machagai.
Apolinario Leiva: criollo, correntino. Asesinado en la masacre.
Esposa y 4 hijos de Leiva: escaparon de la masacre.
Laureano: asesinado en la masacre.
Familia Segovia: fue asesinada. Se estima que eran nueve los integrantes de la familia, incluyendo los abuelos.
Familia Segarra: fue asesinada. Se estima que eran seis los integrantes de la familia, incluyendo los abuelos.
Familia Silva: fue asesinada. Se estima que eran diez los integrantes de la familia, incluyendo los abuelos.
Familia Romualdo: Fue asesinada. Se estima que eran once los integrantes de la familia, incluyendo los abuelos.
Martín García: correntino. Asesinado en la masacre.
Manuel Arsenio, esposa e hijos: asesinados en la masacre.
Luciano Cena: asesinado en la masacre.
Saravia: se escapó. Testigo de los fusilamientos de los hermanos Maidana.
Juan Isidro Saravia, esposa e hijos: asesinados en la masacre.
Lorenzo Saravia: asesinado en la masacre.
Facundo Saravia: asesinado en la masacre.
Florencio Saravia: asesinado en la masacre.
Arón Vega y familia: asesinados en la masacre.
Familia Romero: asesinada en la masacre.
Familia Fernández: asesinada en la masacre.
Familia Grilo: asesinada en la masacre.
Hija de José Aguirre, de 2 años: asesinada con un tiro en la cabeza.
Esposa de José Aguirre: asesinada en la masacre.
Seronio Vargas: asesinado en la masacre.
Vargas: se escapó con su madre.
Lucrecio Acosta y sus abuelos: asesinados en la masacre.
Saverio Morillo y familia: asesinados en la masacre.
Domingo Bailón: se escapó.
Huaxarenaq: asesinado en la masacre.
Manuel Gómez y familia: aproximadamente entre 6 y 10 integrantes. Asesinados en la masacre.
Naquiaxahuasi, tía de Vargas: hermana de su madre. Murió en la primera descarga cuando corría. Asesinada en la masacre.
Virgilio Gómez: se escapó y murió en Buenos Aires.
Durán: asesinado en la masacre.
Chavarría Ortiz: asesinado en la masacre.
Juan Segundo: se escapó y terminó siendo cacique domesticado y agente de policía.
Hijos de Sorai: asesinados en la masacre.
Dominga Gómez: se escapó y enloqueció.
Escobar: se escapó y enloqueció.
Abuelos Verón: asesinados en la masacre.
Familia Verón: asesinada en la masacre.
Abuelos Saucedo: asesinados en la masacre.
Saucedo, esposa y cuatro hijos: asesinados en la masacre.
Evaristo Asencio (Natochí): escapó con un grupo hacia El Zapallar y se erigió como sucesor de Gómez.
Biagasi: asesinado en la masacre.
Bartolomé Méndez y familia: asesinados en la masacre.
Manuel Cairé y esposa: asesinados en la masacre.
Maldonado y sus hijos: asesinados en la masacre.
Acevedo y familia: asesinados en la masacre.
Ramírez y familia: asesinados en la masacre.
Vera y familia: asesinados en la masacre.
Maciel: asesinado en la masacre.
Rivero: asesinado en la masacre.
Culon, hijo: asesinado en la masacre.
Miranda: asesinado en la masacre.
Castor Godoy: asesinado en la masacre.
Pampón: asesinado en la masacre.
Caballero: asesinado en la masacre.
Esposa y ocho hijos de Caballero: asesinados en la masacre.
Juan Burgos, esposa e hijos: asesinados en la masacre.
Hermanos Galeano: entre cinco y siete jóvenes (sin datos).
Segundo Mamaní, esposa e hijos: asesinados en la masacre.
Rufino Gómez, esposa e hijos: asesinados en la masacre.
Naquiaxi: asesinado en la masacre.
Malba Peinado: asesinada en la masacre.
Llishaxa: asesinado en la masacre.
Soqo´ olq: asesinado en la masacre.
Soqo´olq é, e hijos: asesinados en la masacre.
Potaqnaxat: asesinado en la masacre.
Sotaxaia´ iq: asesinado en la masacre.
Yachaxanaxa: asesinado en la masacre.
Itai´ q: asesinado en la masacre.
Itai´ q é, e hijos: asesinados en la masacre.
Rosalía López: tenía un año y medio cuando se produjo la masacre. Todos huían y un tío escuchó su llanto. Estaba en una cuna. Se volvió bajo la balacera y la tomó en brazos y corrió con ella. Rosalía murió años más tarde en la Colonia Chaco.
Mario Sosa, esposa e hijos: asesinados en la masacre.
Fiorentina Ramírez, casada con Irineo Cerdán, peón correntino: sobreviviente, ya fallecida.
Un contingente de aproximadamente 400 aborígenes escapó y se asentó en un lugar que se denominó La Matanza.
*Estos capítulos pertenecen a La verdad sobre la Masacre de Napalí: crímenes en sangre de Pedro Jorge Solans que podés conseguir en Librería Sudestada.