El topónimo City Bell puede hoy convocar de inmediato una serie de imágenes no muy vinculadas al arte: caravanas de rumbosas camionetas 4 x 4 de última generación, locales inmensos de marcas internacionales con ropa de la más cara en sus vidrieras iluminadas como quirófanos, veredas impecables por donde se cruzan maduros ex rugbiers y rubias que son un monumento andante al colágeno y el botox.
Pero no siempre lucieron así las cosas. Fue en la segunda década infame del siglo XX que la pequeña localidad fundada hacia 1900 por ingleses vinculados a los ferrocarriles experimentó una mutación drástica. Por entonces, una fauna de truhanes exitosos y nuevos ricos rimbombantes fue copando con sus valores y costumbres una zona hasta entonces tranquila, de un buen pasar más discreto y una cotidianeidad de la cual formaba parte fundamental lo artístico. Décadas antes de que desembarcaran allí los personeros más chillones del lumpen capitalismo, de que la cocaína estuviera más presente que el perfume de los árboles, y el rugido de los motores borrase el canto de los pájaros, City Bell se caracterizó por la presencia de poetas, de músicos, de artistas plásticos, de artesanos más o menos hippies. Por sus arboladas calles de tierra andaban Roberto Themis Speroni –uno de los grandes poetas ocultos de la Argentina-, el músico Enrique Gerardi, el ingeniero Von Reichenbach -encargado del área de música electroacústica del Instituto di Tella-, el poeta, anticuario y galerista Mariano García Izquierdo, el poeta Mario Porro, el poeta Norberto Silvetti Paz, la bailarina y dramaturga Laura Valencia. En tardes soleadas, cuando las ventanas de las casas se abrían, era de lo más común escuchar música de piano o instrumentos de cuerda de algún grupo de cámara que ensayaba, cuando no equipos de alta fidelidad reproduciendo sinfonías, ópera, algo de jazz, canciones francesas o del nuevo cancionero latinoamericano.
Además de ser un lugar donde tanto consumos culturales como producción constituían una rara jactancia de mayorías, City Bell era el lugar donde estaba emplazado el Country Club de Estudiantes de La Plata. Un retiro donde con la orientación táctica de Osvaldo Zubeldía, la preparación física a cargo de Jorge Kistenmacher y la dirección del club a cargo de Mariano Mangano, el Pincha se concentró para ser el primer equipo de los llamados chicos campeón del fútbol argentino, luego tricampeón de manera consecutiva de la Copa Libertadores de América, y ganador de la Copa Intercontinental mediante la hazaña, no repetida por nadie, de dar la vuelta olímpica en tierra de los inventores del fútbol, nada menos que en el mítico estadio Old Trafford ante el Manchester United.
En aquel irrepetible City Bell crecieron los Moura. La espaciosa casa quinta de sus padres -un poco el ideal de la Casa con diez pinos celebrada por Manal- fue el bunker donde fue desarrollándose el primer Virus. Domingo por medio, los hombres de la familia, encabezados por Carlos, el padre, tenían como ritual costearse unos kilómetros hacia el sudeste, hasta La Plata, para ver los partidos que Estudiantes jugaba como local en la vieja cancha con tribunas de tablones de 57 y 1. Allí disfrutaron del revolucionario equipo de Zubeldía, del primer equipo de Bilardo como técnico, perseguidor y verdugo del River bicampeón dirigido por Labruna, y unos años después admiraron al segundo equipo del Narigón, lujoso ganador que alineaba osadamente a tres virtuosos en su mediocampo: Ponce, Trobbiani y Sabella. Plantel dirigido luego por otro histórico, Eduardo Luján Manera, y nuevamente consagrado.
Federico era el único que no se sumaba al grupo en esas peregrinaciones futboleras. Pasaba la mayor parte de la semana en Buenos Aires. Sin embargo, era número puesto para los picados que se armaban en la quinta, con Marcelo como crack indiscutido. Aquellos picados –como también algunos partidos de voleibol o tocatas de rugby- formaban parte del esquema de la banda en su concentración de City Bell. Un rato de ensayo, deporte, otro rato de ensayo era la fórmula de los Moura y sus amigos, una vida en la que era difícil estipular dónde comenzaba el trabajo y dónde la diversión. Siempre en buen estado físico y bronceados por la frecuentación del aire libre, los Virus contrastaban con sus pálidos colegas porteños del under, con vidas más o menos vampíricas a la deriva por el laberinto de cemento
La forma de conducirse tras la número 5 aporta algunas pistas extra acerca del mayor de los hermanos músicos. Federico habitualmente jugaba arriba, era un delantero fino y movedizo. Pero cuando el marcador le era adverso a su equipo, como no aceptaba resignadamente la derrota bajaba a trenzarse en la lucha del mediocampo. Allí se convertía en insospechado émulo del Indio Pachamé, sin piedad por las piernas adversarias.

