Querido Sur,
Mi carta de hoy empieza con un patrullero y con un pibe con miedo. Al mejor estilo épicaurbana, le hice señas para que cruzara la calle y me siguiera poco tiempo después de que las luces azules llenaran la cuadra. Abrí el portón y pasó detrás de mí como una exhalación. Respiraba hasta de mi aire y tenía las cejas arqueadas en un gesto de angustia incomprensible para quien nunca haya visto un cerdo acorralado. Le tendí el dinero de inmediato, pero no reaccionó. La luz azul del patrullero se hizo trizas en la profundidad húmeda de sus ojos. Lo único que pude hacer fue ofrecerle vino.
Supe de inmediato que quería quedarse y que su hombría había sido puesta a prueba por el terror inminente de la gorra. A los varones pocas veces les resulta fácil sobrellevar el momento de revelación del miedo, les han educado retorcidamente. El ocultamiento de la emoción es el arte masculino por excelencia. Este gurí estaba apichonado, diminuto entre cada cosa que pueda pensarse pequeña; minusistente, si se me permite. Era como si el mundo se hubiese vuelto enorme a su alrededor, como si la hierba hubiese crecido por encima de sus ojos.
Le tembló la mano que aceptó el tabaco un rato más tarde. El cigarrillo se tambaleó frágilmente entre esos labios gruesos que lo sostenían. Dijo gracias suavemente, dejando al mismo tiempo escapar los restos tensos de la noche. Le pregunté su nombre y el tiempo que demoró en responder fue la variable que precisé para ecualizar mi hospitalidad. Sonreía con la timidez de quien se siente en deuda y observaba todo con la desconfianza de un pájaro bajo un alero. Bruno, me dijo. Él sabía de antemano cómo me llamo yo, la formalidad exige que el que trae el bardo sepa con quién va a encontrarse. Tenía diez años menos y un rostro lozano, pero melancólico. Lo primero que atiné a hacer fue ofrecerle comida. Siempre sospecho que los pendejos comen para la mierda, como los perros, cuando andan alzados y no paran ni para tomar agua.
Hace unos días, cuando pregunté dónde pegar porro, un conocido me pasó su contacto. Habíamos intercambiado mensajes ridículamente distantes como para ahora estar allí, en mi sofá, bebiendo y viendo el humo blanco elevarse sobre cada cosa que decíamos. Toda la previa de nuestro encuentro me resulta ahora exageradamente mecánica: “diler” es una categoría tan robótica, que en un descuido de empatía nos sorprende encontrar humanidad detrás de nuestros benefactores de la evasión. A lo mejor, es por eso que alguna gente no dice buenos días: quién le dice buenos días al cajero automático, a la máquina de café, a esa otra que carga la tarjeta del colectivo. La inmediatez en la concreción del deseo hace suponer el engranaje, ¿pero qué sucede cuando el engranaje es carne y sangre y vínculos que exigen sacrificio, posiciones precisas en la máquina del mundo, una continuidad insostenible, una circularidad encadenante? ¿Qué pasa cuando la máquina también se cansa de esto que somos, malabaristas cómplices en el circo de la realidad forzosa? El otro día leí que si nos matáramos entre nosotrxs al mismo ritmo que matamos a los animales, nos extinguiríamos en diecisiete días.
La adrenalina de aquel instante de luz azul de patrullero fue desvaneciéndose a medida que bebimos y hablamos del cannabis, de la rotura primorosa del tegumento de las semillas, de las cosas que crecen en silencio. La vastedad de su universo interno me cautivó, fue como caer dentro de otro mundo a través de sus labios. De sus novias no supe el nombre pero sí la forma en que lo amaron: desde una distancia cautelosa que él excusa con palabras de su padre. Cree en el dinero digital, en la música y en las relaciones que duran para siempre. Tiene perfil lupino, ojos mansos y las manos grandes, como un aguará guazú engualichado que por las noches se convierte en un hombre asustado.
Hablamos de sus padres y de los míos, del deseo de quienes nos han parido, de un muchacho que conozco que de tanto obedecer, ahora es incapaz de reconocerse. De cómo el orden se pare a sí mismo en cada casa. Hablamos del ácido lisérgico y el modo en que los colores parecieran cobrar vida en su presencia, de los amigos que toman merca porque están tristes, de por qué los varones no hablan sobre su tristeza entre ellos. Hablamos de los videojuegos y de la posibilidad de transitar otros escenarios, de lo que cuesta viajar, de los rituales chamánicos de las gentes que habitan el desierto de Sonora y las selvas del Perú, del lugar hipócrita que esta sociedad le da a las drogas, maldiciéndolas mientras las consume, depositándoles la carga de ser los males del mundo para no hacernos cargo de nuestra parte de humanidad.
Siempre pienso en los números imposibles que representan la cantidad de dinero que invertimos como especie en conquistar el universo, incapaces de comprender que a veces viajar a otro mundo vale lo que un porro. Invitarle un vino a un extraño será siempre lisergia inesperada. Escucharle contar con ternura del amor amistoso que forjó con otro pibe mientras veían crecer una planta es algo que puede resultar más maravilloso que los ríos secos de Marte y los anillos de Saturno, porque no hay que hacer tanto esfuerzo para imaginarse dos varones que se quieren y se asombran al mismo tiempo.
Hace un rato, Bruno me escribió desde su cuenta personal para decirme que le gustaría que volviéramos a vernos. Le dije que sí, que mí también me gustaría. Con un puñado de palabras alcanzó para hacerme resucitar olvidado el ritual infantil de escoger un amigo. Al fin y al cabo, todas las palabras son mágicas. Sonreí e imaginé de inmediato sus colmillos de lobo joven. Alcanzó un vino para pulverizar las categorías diler/cliente que nos habían convocado. Nos hicimos amigos por la urgencia de destrozar cualquier forma absurda de la obediencia. Cada historia entre chicos merece recuperar la ternura que la Norma le ha arrebatado.
Buenas noches,
Juan.