Sobre el contraste entre Jorge Julio López y su desaparecedor, Miguel Etchecolatz.
Por Adriana Esposto
Uno tiene noventa y un años. Es ex policía y está condenado por delitos de lesa humanidad. Genocida y represor. Director de Investigaciones de la provincia de Buenos Aires entre marzo del 76 y fines del 77. Encargado de los veintiún campos clandestinos que funcionaron en la provincia y concentraron el mayor números de “detenidos” desaparecidos del país. Mano derecha de Ramón Camps, Jefe de la Policía de Bs. As. Responsable directo de “La noche de los lápices”, operativo ocurrido el 16 de septiembre del 76, en el que fueron secuestrados y asesinados estudiantes de secundaria de la ciudad de La Plata, que habían cometido el tremendo delito de manifestarse por un Boleto Estudiantil. Su primera condena, de veintitrés años de prisión por los noventa y un tormentos de los que se lo halló culpable, fue anulada por La Corte Suprema de Justicia en aplicación de la Ley de Obediencia Debida, debiendo cumplir siete años por la Supresión de identidad de hijos de desaparecidos. Luego de la anulación de dicha ley y la del Punto final, fue enjuiciado nuevamente y condenado a prisión perpetua por homicidios, torturas y privaciones ilegítimas de la libertad.
El otro debería tener la misma edad. Era albañil y fue testigo clave en el Juicio contra los delitos de lesa humanidad. Aprendió a convivir con el silencio y la indiferencia de una sociedad a la que el miedo paralizó durante décadas y hundió en la complicidad, por acto u omisión. “El viejo”, como lo apodaban sus afectos, escribía o dibujaba su historia sobre cualquier papel, para reconstruirla cuando llegara el momento y convertirla en contundente y fundamental testimonio en tiempos en que a la verdad le urgía, como nunca, despertar a cachetazos a un pueblo anestesiado. Su primera desaparición fue el 27 de octubre de 1976 y hasta 1979 soportó secuestro, torturas y masacres de sus compañeros de lucha ante sus ojos. En 2006, con setenta y siete pesados años sobre sus espaldas y su memoria, desafió la negativa de su esposa Irene y el resto de su familia para pararse, con voz firme, como prueba viviente de las atrocidades cometidas en nombre del poder y de un nefasto Proceso de Reorganización. Allí, en medio de la búsqueda de una pizca de justicia para resarcir tanta barbarie, su nombre era marcado en un papel parecido a los que él usó para no olvidar y su segundo secuestro se ponía en marcha.
Uno se llama Miguel Etchecolatz, beneficiado con prisión domiciliaria por el macrismo y hoy internado en el Hospital Militar. El otro se llama Jorge Julio López y continúa desaparecido. Mientras que, después de catorce años, seguimos esperando que nos digan qué hicieron con su cuerpo, intentamos que su alma sobreviva a la desmemoria.