Como forma de conjurar la fascinación por Pizarnik, Cristina Piña comenzó una investigación y análisis de su vida y su obra que lleva más de 35 años y que incluye una completa biografía. En esta charla con Sudestada, nos guía por el universo literario de Alejandra: su precisión de la palabra, su capacidad de transgresión dentro del género, así como por aspectos de su vida que fue recogiendo en los testimonios de sus amigos más cercanos.
¿Cómo fue tu acercamiento a la obra de Alejandra?
Empecé a leerla a los 18 años y, si bien tuve ocasión de conocerla porque mi hermana mayor y dos amigas de la Facultad la conocían, le tenía tanto respeto que no quise hacerlo. Porque de entrada su poesía me fascinó, a tal punto que interfería con mi propia escritura poética, que empecé a practicar alrededor de los 22/ 23 años. En otro sentido, ella murió cuando yo tenía 23 años, con lo cual su figura adquirió todavía más relieve y peso para mí. Por eso, cuando en un Seminario de literatura argentina de la Facultad tuve que hacer un trabajo final, elegí la poesía de Alejandra para conjurarla.
El resultado fue bastante relativo, ya que si en un sentido comencé a conjurar la fascinación en lo que tenía de perjudicial para mi obra poética –mi primer intento de libro, que nunca se publicó, era una especie de “alejandrinismo” más o menos disimulado– en otro se abrió una fascinación crítica que no se ha detenido hasta hoy, 35 años más tarde.
Así comencé a escribir artículos, a dar conferencias y cursos que tuvieron su primera cristalización importante en la ponencia que hice para el Congreso de Literatura de Tucumán de 1980 –importante porque fue el primero que se hizo tras largos años de silencio académico a causa de la dictadura y la situación previa–, con la que me hicieron abrirlo, y que se convirtió en mi primer libro de crítica dedicado a Alejandra: La palabra como destino. Un acercamiento a la poesía de Alejandra Pizarnik (1981).
Mis estudios, cursos y artículos prosiguieron hasta que, en 1989, Félix Luna organizó la colección de biografías “Mujeres argentinas”, y me encargó la biografía de Alejandra. Así salió Alejandra Pizarnik. Una biografía (1991) que fue un punto de inflexión en mis estudios sobre ella. A ese libro le siguió la edición de sus Poemas completos y prosa escogida (1993) y más cursos, conferencias, ponencias y artículos en revistas y volúmenes colectivos del país y el exterior, que reuní, sumándoles nuevos trabajos, en Escritura y experiencia del límite. Leer a Alejandra Pizarnik (1999). Y cuando creí que ya estaba “hecha” críticamente con Alejandra, me descubrí escribiendo nuevos artículos, sobre todo para libros y revistas del exterior, de manera que los he reunido con los del libro anterior –agotado desde hace muchos años– en un volumen que posiblemente se publique este año y que se llamará Límites, diálogos, confrontaciones: Leer a Alejandra Pizarnik
¿Qué significó para vos el trabajo alrededor de la vida y obra de Alejandra?
Significó, ante todo, ahondar en ese deslumbramiento que sentí desde la primera vez que la leí y descubrir el rigor implacable de su escritura, esa capacidad de condensar al máximo la palabra para lograr esos poemas “encantados” de Árbol de Diana y de Los trabajos y las noches, donde cada una de las palabras de cada brevísimo poema tiene una densidad semántica extrema y una relación melódica y rítmica perfecta con las demás.
Pero también, como ocurre a partir de Extracción de la piedra de locura, confirmar su manejo nuevamente maestro del poema en prosa extenso, donde, pese a la longitud, no se pierde un ápice de su cuidado lingüístico, con lo cual el poema adquiere una mezcla de rigor y abundancia vertiginosa que envuelve y hechiza al lector. Y, por último, fue quedarme absorta –a la vez maravillada y espantada– ante su manejo del sadismo y el horror en La condesa sangrienta, donde hay un contrapunto estremecedor entre la violencia y el espanto de lo que se cuenta y el lenguaje despojado, austero y bellísimo con que se lo cuenta e inquieta y abismada, a la vez, ante ese estallido de risa, obscenidad, estridencia, humor inquietante, vulgaridad y destrucción que es La bucanera de Pernambuco o Hilda la polígrafa, donde si por momentos estalla la risa, en mi caso siempre es una risa desvirtuada por el sabor a muerte que tiene esa jubilosa destrucción del lenguaje, que alguna vez Alejandra consideró “su patria”.
En cuanto a su vida, hacer la biografía fue una mezcla de aventura fascinada y descenso al infierno, porque junto con las anécdotas encantadoras y el seguimiento de su evolución como escritora, la recuperación en sus amistades, amores y rituales, fue ir viendo cómo la muerte se iba instalando de forma cada vez más patente y la acechaba el fantasma de la locura y la destrucción.
Además, fue la ocasión de invertir mi visión sobre ella pues, en cierto momento de la escritura de la biografía, advertí que ahora yo era mayor que Alejandra, con lo cual mi mirada de jovencita admirada y deslumbrada pasó a ser la de una mujer que se compadece ante una chica genial y admirable escritora pero devorada por el desastre.
¿A qué atribuís su vigencia, sobre todo en los lectores jóvenes?
A que en su poesía hay, por un lado, una apuesta absoluta a la escritura y la poesía, y ese jugarse a todo o nada resuena especialmente con la postura radical de la adolescencia y la juventud. Por otro, que sus grandes temas –la indagación en la propia identidad, la inadecuación con lo real, la búsqueda de un absoluto, la sed de amor y de comprensión, la experiencia de la soledad y la incomprensión, la indagación en el lenguaje, la mezcla de horror y fascinación ante la muerte– coinciden singularmente con las angustias que también se dan en ese momento de la vida. Con esto no quiero decir que Alejandra sea literatura para jóvenes –la siguen leyendo con pasión y admiración los adultos y los viejos– sino que hay una resonancia especial con las grandes encrucijadas de la juventud.
¿Por qué es tan difícil separar su yo poético de su yo empírico en Alejandra?
Porque ella los mezcló deliberadamente hasta un nivel que sólo se ve en los llamados poetas malditos –Lautréamont, Rimbaud, Artaud– al punto de hacer, como dice, “el cuerpo del poema con mi cuerpo”. En rigor, como lo planteo en mi biografía, creo que Alejandra se construyó un personaje literario en la realidad, construyó su vida y su imagen en función de una idea estrictamente literaria del poeta –sobre todo la que presentaban estos tres autores–, por lo cual vida y poesía no pueden separarse, como ella también lo dice en su diario, en el año 61: “La vida perdida para la literatura por culpa de la literatura. Quiero decir, por querer hacer de mí un personaje ideario en la vida real fracaso en mi deseo de hacer literatura con mi vida real pues ésta no existe: es literatura”.
Después de todos los testimonios que recogiste, ¿cuáles te sorprendieron más y qué nuevos elementos descubriste?
Creo que cada una de las muchas personas con la que hablé me aportaron datos imprescindibles y que yo no conocía –en rigor, sólo conocía su obra y algunos datos del final de su vida y de su muerte, por las personas conocidas en común que teníamos–, pero si tuviera que destacar algunos serían, en primer término, el de Olga Orozco, quien me dio una visión completísima de la Alejandra poeta y amiga de ella, contándome, entre otras cosas fascinantes, sobre los “certificados” que le daba a la madrugada para asegurarle que nada le iba a pasar, como cuento en mi biografía. En segundo lugar, el de Ivonne Bordelois, a partir del cual supe, además, de datos fundamentales, de la atmósfera de sus chambres de bonne en París y de su forma obsesiva de corregir. Por fin, el testimonio de sus compañeras de escuela primaria y secundaria, que me mostraron una Alejandra totalmente desconocida.
¿Cómo era esa Alejandra adolescente?
Hay una imagen muy fuerte que yo relato a partir de todo lo que me contaron sus compañeras del colegio secundario y es imaginarme a Alejandra volviendo del colegio un mediodía de 1950. Ya en esa época usaba el pelo corto, tenía una apariencia desalineada y estrafalaria (poleras grandes, medias de colores caídas sobre los mocasines), en un contexto donde las niñas vestían prolijas. Una de ellas recordaba su postura tensa y desgarbada, con su cuello hacia delante “como una tortuga”. Además usaba mochila en lugar de valija (algo impensado para la época). Ya iba siendo ese personaje tan particular y diferente.
¿Qué recuerdo, de los muchos que habrás escuchado, quisieras compartir con nosotros como marcas de Alejandra?
Hay dos anécdotas que me parece que muestran a la Alejandra deliciosa, despistada, que generaba una atmósfera mágica, diría yo. Una noche Alejandra estaba cocinando unos ravioles (acontecimiento nacional) y llamó a un amigo para preguntarle cómo se hacían. Le dio las instrucciones y, una vez que empezaron a flotar, volvió a llamarlo para ver cómo seguía. El amigo le dijo que pinchara la masa con un tenedor para saber si estaba cocida, a lo que Alejandra contestó horrorizada: “Pero no, si parecen pancitas de bebé, ¿cómo los voy a pinchar?”. Ese circular a contrapelo de la realidad resultaba delicioso, mágico para sus seres más cercanos.
La otra sucede en París y me la contó Rodolfo Yhani (su gran amigo). En esta tendencia de Alejandra de convertirlo todo en literatura (de ver la realidad desde la literatura, una forma de no verla, digamos) un día le pide a Roberto que fueran a un maravilloso café “lleno de escritores norteamericanos” para encontrarse con Hemingway. Cuando llegaron, no había más que hombres mal entrazados. Alejandra miró con estupefacción y volvió a la puerta diciendo “Cómo cambió todo, ¿no?”, comentario que terminó con una carcajada de Roberto.
Vos mencionás las contradicciones que se juegan en Alejandra…
Alejandra está llena de contradicciones. Demuestra que de pronto va muy lejos y de golpe no se anima a ir tan lejos. Fijate que todos los textos de La bucanera de Pernambuco… son de un nivel de obscenidad, de juego de risa, de todo, y no los publicó en vida en Argentina, solo en México y en España. Se largó a la trasgresión total y, al mismo tiempo, cuidaba el entorno. Vos leés las prosas y las comparás con la poesía y decís: “son dos”. Que también, en ese momento, sus amigos poetas que eran mayores se los censuraron mucho, “esto es una porquería”, le decían.
Ese cambio extremo en la utilización del lenguaje, ¿tiene que ver también con esta pérdida del lenguaje como patria?
Ella sufre toda esa pérdida del lenguaje: “no las palabras no hacen el amor, hacen la ausencia”, escribe. Claro, para quien pensó que todo se sostenía en el lenguaje, no le queda otra. Todo lo apostado se derrumba. Cuando ella se va a otro lenguaje: el lenguaje de la desunión, del estallido, de todo el carnaval de la risa, de la sexualidad, el lenguaje del exceso, se queda sin patria. A mí me angustia La bucanera de Pernambuco…, porque estalla todo y empieza la risa nerviosa. Me da la misma sensación de ver a un chico que está rompiendo lo que más quiere y se ríe a carcajadas: Está destrozando el juguete más preciado. Por todo esto, son textos inclasificables, textos degenerados los llamo yo, porque están fuera de género.
¿Creés que Alejandra produce una ruptura en la literatura en donde predominaban autores varones?
Absolutamente. Por empezar, hasta ella las figuras de poetas malditos sólo habían sido masculinas y Alejandra construye un personaje que marca otra forma de instalarse en el campo intelectual argentino para una escritora mujer.
Y después, eso que tiene tan argentino de poder mezclar las cosas, de poder mezclar el rigor de Mallarmé con toda la cosa del inconsciente de Rimbaud y del surrealismo que parece prácticamente imposible, totalmente trasgresor. Un francés se cae desmayado. Pero es algo que logra un argentino, no un europeo. En eso sigo mucho lo que dice Borges en “El escritor argentino y la tradición”, cómo podemos movilizar y mezclar las cosas, manejar los temas europeos con irreverencia, lo que resulta casi imposible para ellos.
Y respecto de su forma de practicar la poesía y la prosa, es la primera en atreverse a escribir un texto del sadismo de La condesa sangrienta, lleno de erotismo por otra parte, así como una escritura de la obscenidad, la sexualidad, la vulgaridad deliberada, la parodia a la “kultur” y la transgresión de La bucanera de Pernambuco o Hilda la polígrafa. En ese sentido, Alejandra no es sólo quien marca una ruptura en la escritura femenina –al abrir zonas vedadas hasta entonces a las mujeres– sino que antecede incluso al más transgresor de los escritores argentinos, Osvaldo Lamborghini, porque si bien El fiord es de 1969, Alejandra, según el testimonio de Roberto Yahni, ya practicaba este tipo de textos desde su estadía en París entre 1961 y 1964. En cuanto al resto de la producción de Lamborghini, ésta se da a partir de 1973, cuando Alejandra ya había muerto. Por fin, señalaría que en ninguna otra escritora se da la pluralidad de prácticas literarias que ella exhibe –ensayo, humor, poemas, poemas en prosa, prosas, teatro– así como el hecho de ser la primera en escribir “textos” en el sentido barthesiano del término, como transgresión radical del género literario.