Querido Sur,
Esta vez te escribo desde Paso de los Libres. Desde la ventana se ve el río y la porción del mundo que se llama Brasil. Estamos en época de ferias del libro y con la vuelta de la presencialidad se respira un aire de festejo.
Hace poco también estuve en San Martín de Los Andes. Si hay algo que le agradezco a este oficio es la posibilidad de transitar todos estos mundos, los de tierra y también los de carne y hueso y sangre, mundos donde caben otros tantos universos. La palabra es la primera excusa para el viaje, destino y recorrido.
La presentación en la biblioteca número 4 fue increíble, inolvidable, especialmente por una situación que se dio en el marco de la lectura del cuento Los Colores, el cual narra el periplo de una adolescente víctima de abuso intrafamiliar para pedir ayuda en la salita del barrio, inspirada en la historia de una vecina de Cecilia que sufrió violencia obstétrica. Cuando terminé de leer el cuento, una de las presentes me preguntó si la chica en cuestión sabía que yo había escrito ese cuento y estaba, en consecuencia, lucrando con su dolor.
Al principio me sorprendí, pero ante las lágrimas honestas de la piba me di cuenta que había algo más que quería compartir esa tarde. Con mis palabras, le hablé del oficio autoral y de la forma en que la ficción muchas veces pone sobre la mesa asuntos que la sociedad prefiere ignorar. Hice referencia a la acción de inspirar una ficción en hechos reales, dando pie a la reflexión en torno a la potestad de autores y autoras de narrar el mundo circundante. Lo que no te pasa, a veces te atraviesa, le dije.
Hay siempre en el lector o lectora un morbo por saber si aquello que se cuenta “es real”. Entiendo desde mi lugar que muchas veces, lo que no es cierto puede ser verdadero por el simple hecho de estructurarse como una herramienta para dar pie al diálogo sobre asuntos que suelen barrerse bajo la alfombra.
¿Quién escribe debe atenerse únicamente a contar su propia historia? Creo que no. En el mismo sentido, ante la pregunta de por qué mis libros están todos conectados, dije que no sólo los míos, sino que de alguna forma todos los libros son un único volumen, una única y extensa historia escrita por la humanidad para entenderse a sí misma. Para decirse.
¿Es justo que se acuse a quien cuenta la historia de apropiarse de ella? Otra vez creo que no, especialmente porque una buena historia recién comienza con el punto final, cuando deja de pertenecerle a su autorx y pasa a formar parte del acervo narrativo público, de la caja de recursos con la que cuentan las personas para comprender el propio mundo y aquel que las circunda.
Sin embargo, la pregunta de la compañera me dejó pensando y esa noche me costó mucho conciliar el sueño. La palabra lucrar es una palabra difícil de digerir, especialmente cuando se la asocia con el dolor ajeno. Lucrar con el dolor ajeno, le dicen al autor, como si se tratara del dueño de una sala funeraria. Creo que es preciso entender que no hay dolores ajenos, que así como los libros el dolor también es una sola cosa. Me parece fundamental hacer la diferencia entre apropiarse de un discurso y narrarlo, como en su momento me pareció fundamental hacer una diferencia entre romantizar la pobreza y novelarla.
Celebro profundamente la vuelta a la presencialidad porque en otro contexto, uno digital, donde los ojos tienen mucho más trabajo para atravesar la pantalla, hubiese sido difícil poder dar una respuesta corriendo el ego y entendiendo qué la intención probablemente no era acusar a quien escribe, sino expresar el propio dolor. La ficción nunca es nada más que ficción y quien la produce, supongo, deberá eventualmente atenerse a encontrarse cara a cara con sus personajes.
Buenas noches,
Juan.